Mi madre no quiere cuidar a mis hijos: la batalla de una madre sola en Ciudad de México

—¡Mamá, por favor! Solo te pido que cuides a los niños unas horas mientras trabajo. No tengo a nadie más—. Mi voz temblaba, el teléfono apretado contra mi oído, mientras veía a Emiliano, el más pequeño, llorar porque su hermana le había quitado el último pedazo de pan dulce.

Del otro lado, el silencio de mi madre era más frío que el viento de noviembre en Ciudad de México. —Mariana, ya te dije que no puedo. Yo ya crié a mis hijos. Ahora me toca descansar—. Su respuesta fue un portazo invisible en mi cara, uno que sentí en el pecho y en los huesos.

Colgué sin decir nada más. Me senté en el piso de la cocina, entre mochilas escolares y platos sucios, y lloré en silencio. Desde que Javier murió hace seis meses, cada día era una batalla. No solo por el dinero, sino por la energía, por la paciencia, por la esperanza. Mi madre vivía a solo tres calles, pero parecía estar en otro continente.

—¿Mami, qué vamos a cenar?— preguntó Valeria, mi hija mayor, con esa voz dulce que a veces me hacía olvidar el peso del mundo. Me limpié las lágrimas con la manga y forcé una sonrisa.

—Lo que haya, mi amor. Hoy toca sopa de fideos—. Ella asintió y fue a ayudar a sus hermanos. Tenía apenas once años y ya cargaba responsabilidades que no le correspondían.

Esa noche, mientras los niños dormían apretados en la misma cama porque la casa era fría y pequeña, me senté a revisar cuentas. El sueldo de la tienda de abarrotes apenas alcanzaba para la renta y la comida. No podía darme el lujo de enfermarme ni de faltar un solo día. Pero ¿qué hacía con los niños cuando se enfermaban ellos? ¿O cuando la escuela cerraba por algún paro?

Intenté hablar con mi madre otra vez. Fui a su casa, llevé pan dulce y café, como antes. Ella me recibió en la sala impecable, llena de fotos de mis hermanos y de mí cuando éramos niños.

—Mamá, necesito tu ayuda. No puedo sola—. Mi voz era apenas un susurro.

Ella me miró con esos ojos duros que nunca aprendieron a llorar. —Tienes que aprender a salir adelante, Mariana. Así como yo lo hice cuando tu papá se fue. Nadie me ayudó a mí—.

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Por qué el dolor se hereda como si fuera una tradición familiar? ¿Por qué no podemos romper el ciclo?

Salí de su casa con el corazón apretado. Caminé por la colonia, viendo a otras madres en la misma lucha: vendiendo tamales, cuidando niños ajenos, lavando ropa para otros. Pensé en irme a Estados Unidos, como hizo mi prima Lucía, pero ¿cómo dejar a mis hijos aquí? ¿Cómo separarme de ellos?

Una tarde, mientras trabajaba en la tienda, recibí una llamada de la escuela. Emiliano se había caído y necesitaba que fuera por él. No podía dejar el trabajo, pero tampoco podía dejar a mi hijo solo. Le pedí permiso a Don Ernesto, el dueño de la tienda.

—Mariana, si te vas ahora, mañana no vengas— me dijo sin mirarme.

Sentí que el mundo se me venía encima. Corrí a la escuela, recogí a Emiliano y lo llevé a casa. Esa noche, mientras le ponía una curita en la rodilla, él me abrazó fuerte.

—No llores, mami. Yo te cuido— me dijo, y sentí que el corazón se me partía en mil pedazos.

Esa noche no dormí. Pensé en vender mi teléfono para comprar comida. Pensé en pedirle ayuda a mi hermano Rodrigo, aunque hacía años que no hablábamos porque se fue a Monterrey y nunca volvió a mirar atrás. Pensé en todo lo que había perdido: mi esposo, mi trabajo, mi madre.

Pero al amanecer, cuando vi a mis hijos dormir juntos, supe que no podía rendirme. Empecé a buscar trabajo desde casa: cosí ropa para las vecinas, preparé gelatinas para vender en la escuela, cuidé niños de otras madres que estaban igual de solas que yo.

Un día, Valeria llegó de la escuela con una nota: necesitaban voluntarias para organizar una kermés. Fui la primera en apuntarme. Ahí conocí a otras mujeres como yo: Claudia, que criaba sola a sus dos hijos porque su esposo estaba en la cárcel; Teresa, que vendía dulces para pagar la renta; y Lupita, que había perdido a su madre y ahora cuidaba a sus hermanos menores.

Juntas formamos una pequeña red de apoyo. Nos turnábamos para cuidar a los niños, compartíamos comida y consejos. No era fácil, pero al menos ya no estaba sola.

Un domingo, mientras preparábamos enchiladas para vender en la iglesia, mi madre llegó sin avisar. Se quedó parada en la puerta, mirando cómo Valeria ayudaba a los más pequeños con la tarea.

—¿Por qué no me dijiste que estabas tan mal?— preguntó en voz baja.

La miré con cansancio y un poco de esperanza. —Te lo dije muchas veces, mamá. Pero tú no quisiste escuchar—.

Ella se acercó y me abrazó por primera vez en años. No solucionó todos mis problemas, pero sentí que una parte del peso se aligeraba.

Hoy sigo luchando cada día. A veces mi madre ayuda un poco; otras veces no. Pero ya no espero milagros. Aprendí que la fuerza no viene de afuera, sino de adentro y de la gente que uno encuentra en el camino.

A veces me pregunto: ¿Por qué las mujeres tenemos que cargar solas con todo? ¿Cuándo aprenderemos a apoyarnos de verdad? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?