Mi padre quiere volver: el regreso del hombre que me abandonó
—¿Por qué ahora, papá? ¿Por qué después de tantos años? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras él miraba el suelo, incapaz de sostenerme la mirada.
La tarde caía sobre el barrio de Villa del Sol, en las afueras de Medellín. El aire olía a café y a tierra mojada. Mi madre, Lucía, estaba en la cocina, removiendo el arroz con pollo que preparaba cada domingo. Yo tenía treinta años y una vida estable: trabajaba como contador en una empresa local, tenía mi propio apartamento y, sobre todo, una relación inquebrantable con mi mamá. Ella había sido mi todo desde que mi padre, Ernesto, nos dejó cuando yo tenía apenas seis años.
Recuerdo perfectamente esa noche. Mi madre lloraba en la sala, mientras yo me escondía detrás de la puerta. Escuché los gritos, los reproches y luego el portazo. Desde entonces, nunca más volvió a casa. Mi madre nunca habló mal de él, pero tampoco lo mencionaba. Yo aprendí a no preguntar. Crecí viendo cómo ella se partía el lomo trabajando en una panadería, cómo se negaba a salir con amigas o a tener pareja para no descuidarme. «Eres mi razón de vivir», me decía siempre.
Por eso, cuando Ernesto apareció hace dos semanas en la puerta de mi apartamento, sentí que el piso se abría bajo mis pies. Tenía el cabello canoso y los ojos hundidos. Me abrazó sin pedir permiso y yo me quedé rígido, sin saber si rechazarlo o dejarme llevar por la nostalgia.
—Hijo, sé que no merezco tu perdón —me dijo esa tarde—. Pero estoy enfermo. No tengo a dónde ir.
Me mostró unos papeles: diagnóstico de insuficiencia renal crónica. Necesitaba diálisis y alguien que lo cuidara. No tenía dinero ni familia. Había pasado los últimos años saltando de un trabajo precario a otro, hasta que la salud lo obligó a regresar.
Esa noche no dormí. Miré el techo y pensé en mi madre. ¿Cómo le diría que su exmarido quería mudarse conmigo? ¿Cómo podía pedirle consejo si ella fue la más herida por su abandono?
Al día siguiente, fui a verla. La encontré sentada en el patio, pelando papas para la sopa.
—Mamá… —empecé, pero la voz se me quebró—. Papá volvió. Está enfermo y no tiene dónde quedarse.
Ella se quedó en silencio unos segundos. Luego suspiró y me miró con esos ojos llenos de ternura y cansancio.
—Hijo, tú decides. Pero recuerda: uno no puede cargar toda la vida con el rencor. Haz lo que tu corazón te diga.
Me sentí más confundido que nunca. ¿Era justo dejarlo entrar después de todo lo que nos hizo? ¿O era mi deber ayudarlo porque era mi padre?
Pasaron los días y Ernesto insistía con llamadas y mensajes. «Solo quiero un techo y un poco de compañía», decía. Mis amigos me decían que no debía cargar con alguien que nunca estuvo para mí. Pero algo dentro de mí se removía: ¿y si algún día yo también necesitaba ayuda? ¿Y si el perdón era más para mí que para él?
Finalmente, acepté que viniera a quedarse unos días mientras buscábamos una solución. La primera noche fue incómoda. Él trataba de hablarme como si nada hubiera pasado.
—¿Recuerdas cuando te llevaba al parque de Envigado? —me preguntó mientras cenábamos.
—No mucho —respondí seco—. Te fuiste muy pronto.
El silencio se hizo pesado entre nosotros. Vi cómo le temblaban las manos al sostener el vaso de agua.
Con los días, fui descubriendo a un hombre derrotado por la vida, lleno de arrepentimientos. Una tarde, mientras le ayudaba a cambiarse para ir al hospital, rompió a llorar.
—Perdóname, hijo… Yo era joven y cobarde. Pensé que podía empezar de nuevo lejos de ustedes, pero solo encontré soledad y remordimiento.
No supe qué decirle. Sentí rabia y compasión al mismo tiempo. Recordé las veces que vi a mi madre llorar en silencio por las noches, cómo me abrazaba fuerte cuando tenía miedo durante las tormentas.
Una semana después, mi madre vino a visitarnos. Al verla entrar, Ernesto bajó la cabeza avergonzado.
—Lucía… —balbuceó—. No espero que me perdones nunca.
Ella lo miró largo rato y luego le puso una mano en el hombro.
—La vida da muchas vueltas, Ernesto. Yo ya te perdoné hace mucho tiempo para poder seguir adelante con mi hijo.
Esa noche cenamos juntos por primera vez en casi veinticinco años. No fue una cena alegre ni llena de risas; fue tensa, llena de silencios incómodos y miradas esquivas. Pero algo cambió en mí: sentí que podía empezar a soltar ese peso que llevaba desde niño.
Los días pasaron y Ernesto fue empeorando. Empecé a cuidarlo como si fuera un extraño necesitado más que como un padre ausente. A veces me preguntaba si hacía lo correcto o si solo estaba repitiendo el sacrificio silencioso de mi madre.
Una tarde cualquiera, mientras lo acompañaba al hospital para su diálisis, me miró con lágrimas en los ojos.
—Gracias por no darme la espalda como yo te la di a ti.
No respondí nada. Solo apreté su mano con fuerza.
Hoy escribo esto mientras escucho a mi madre reírse bajito en la cocina y a Ernesto dormir en el cuarto de visitas. No sé si algún día podré llamarlo «papá» sin sentir dolor o rabia, pero sí sé que estoy aprendiendo a perdonar para poder vivir en paz conmigo mismo.
¿Ustedes qué harían? ¿Serían capaces de abrirle la puerta a quien los abandonó? ¿O es mejor cerrar ese capítulo para siempre?