Nada es lo que parece: El diario de Gala

—¡Por favor, doctora Galina, no me deje aquí!—. La voz de Ivania, temblorosa y rota, me sacudió apenas crucé el umbral de la sala cinco. Sus ojos, grandes y oscuros como la noche en el altiplano boliviano, brillaban de miedo y súplica. Me detuve, sintiendo cómo el peso de su desesperación se colaba bajo mi bata blanca.

—Tranquila, Ivania. Vamos a hablar—. Cerré la puerta tras de mí, intentando que mi voz sonara firme, aunque por dentro sentía el mismo vértigo que ella. Afuera, el hospital San Gabriel hervía con su rutina: enfermeros corriendo, madres llorando en los pasillos, el eco de radios viejas con noticias de la crisis económica.

Me senté junto a su cama. Ivania tenía apenas diecisiete años y una tristeza antigua en la mirada. Había llegado hace dos semanas tras un intento de suicidio. Su madre, doña Rosa, la había traído desde un pueblo perdido en Cochabamba, diciendo que la capital era su única esperanza.

—¿Por qué quieres irte, Ivania?— pregunté suavemente.

Ella bajó la cabeza. —Aquí no me escuchan. Nadie me cree. Dicen que estoy loca porque hablo de cosas que no debería saber…

Sentí un escalofrío. No era la primera vez que escuchaba algo así en este hospital. Muchos pacientes traían consigo historias de secretos familiares, de abusos callados bajo el manto del «qué dirán». Pero había algo en la voz de Ivania que me recordaba a mí misma cuando tenía su edad.

—¿Qué cosas sabes?— insistí.

Ivania me miró directo a los ojos. —Sé que mi papá no es mi papá. Sé que mi mamá me oculta algo desde que era niña. Y sé que usted también tiene miedo, doctora.

Me quedé helada. ¿Cómo podía saberlo? ¿Acaso mi propio dolor era tan visible?

Recordé la noche anterior: el mensaje de voz de mi hermana Lucía desde Santa Cruz, llorando porque mamá había vuelto a desaparecer por días. «Gala, no puedo más con sus mentiras», sollozaba Lucía. «Siempre finge que todo está bien, pero yo sé que algo esconde desde antes que papá se fuera».

Me levanté y acaricié el cabello de Ivania. —A veces las familias guardan secretos para protegernos… o para protegerse a sí mismas— murmuré.

Ella asintió, pero sus lágrimas seguían cayendo. —¿Y quién nos protege a nosotras?

Salí de la sala con el corazón apretado. En el pasillo me esperaba Wioletta, la enfermera polaca que había llegado a Bolivia por amor y se había quedado por compasión.

—¿Todo bien, doctora?— preguntó en su español quebrado.

—No lo sé, Wiolu… No lo sé— respondí, sintiendo que mi voz temblaba igual que la de Ivania.

El resto del día fue un torbellino: un niño con dengue hemorrágico en urgencias; una anciana que no recordaba su nombre; un joven herido en una protesta contra el gobierno. Pero cada vez que tenía un respiro, pensaba en Ivania y en mi propia familia.

Esa noche, al llegar a mi departamento diminuto en Miraflores, encontré a Lucía esperándome con los ojos hinchados.

—Mamá no contesta el celular desde hace tres días— dijo sin saludarme.

—¿Y papá?— pregunté por costumbre, aunque sabía la respuesta.

Lucía bajó la mirada. —No sabemos nada de él desde hace años… Pero encontré esto en el cajón de mamá—. Me tendió un sobre amarillo, gastado por los años.

Lo abrí con manos temblorosas. Dentro había una carta escrita con la letra temblorosa de mamá:

«Queridas hijas,
Si algún día leen esto es porque ya no pude seguir ocultando la verdad. Su padre no se fue por trabajo… Se fue porque yo le pedí que se fuera. Porque tenía miedo de que descubrieran lo que pasó aquella noche en el hospital…»

El papel se me cayó de las manos. Lucía sollozaba en silencio.

—¿Qué noche? ¿De qué habla?— susurré.

Lucía negó con la cabeza. —No lo sé… Pero creo que tiene algo que ver con tu nacimiento, Gala. Siempre hubo rumores en la familia…

Me senté en el suelo, sintiendo cómo todo lo que creía cierto se desmoronaba como las paredes viejas del hospital durante un temblor.

Esa noche no dormí. Repasé cada recuerdo: las miradas esquivas de mamá cuando preguntaba por papá; los silencios incómodos durante las reuniones familiares; los susurros entre tías cuando yo entraba al cuarto.

Al día siguiente volví al hospital como una autómata. Ivania seguía allí, más pálida y triste que nunca.

—¿Puedo confiar en usted?— me preguntó apenas me vio entrar.

Asentí sin dudarlo. —Siempre.

Ella tomó mi mano con fuerza. —Mi mamá dice que si hablo mucho me van a encerrar para siempre… Pero yo solo quiero saber quién soy.

Sentí un nudo en la garganta. ¿No era eso lo que todos buscábamos? Saber quiénes somos realmente detrás de las máscaras familiares y las mentiras piadosas.

Esa tarde busqué a doña Rosa en la sala de espera. La encontré rezando con un rosario gastado entre los dedos.

—Doña Rosa… Su hija necesita respuestas— le dije suavemente.

Ella me miró con ojos cansados y llenos de culpa. —A veces es mejor no saber toda la verdad, doctora… Hay secretos que matan más lento que cualquier enfermedad.

Me quedé pensando en sus palabras mientras caminaba por los pasillos del hospital, donde cada puerta cerrada parecía esconder una historia parecida a la mía y a la de Ivania.

Esa noche llamé a mamá una vez más. Esta vez contestó:

—Gala… perdóname hija, pero hay cosas que nunca debieron salir a la luz…

—Mamá, necesito saberlo. Necesito entender por qué papá se fue y por qué siempre sentí que no encajaba en esta familia— le dije entre lágrimas.

Del otro lado solo escuché su llanto ahogado.

Colgué sintiendo una mezcla de rabia y compasión. ¿Cuántas familias latinoamericanas viven así? Callando verdades para sobrevivir al qué dirán, al miedo, al dolor ancestral heredado generación tras generación.

Al tercer día Ivania fue dada de alta. Antes de irse me abrazó fuerte:

—Gracias por escucharme, doctora Gala. Usted también va a encontrar su verdad algún día…

La vi alejarse con su madre por el pasillo largo y oscuro del hospital San Gabriel y sentí una punzada de esperanza y miedo al mismo tiempo.

Hoy escribo estas líneas en mi diario porque necesito dejar constancia: nada es lo que parece en nuestras familias ni en nuestros corazones heridos por secretos viejos como nuestras tierras andinas.

¿Vale la pena descubrir toda la verdad aunque duela? ¿O es mejor vivir con las mentiras piadosas para protegernos del dolor? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?