No alcancé a salvarlo: la historia de una madre que perdió a su hijo en un accidente

—¡Emiliano, no cruces la calle! —grité, pero mi voz se perdió entre el bullicio de la avenida principal de mi barrio en Guadalajara. El sol caía a plomo y el calor hacía que todo se moviera más lento, menos mi hijo, que corría con esa energía inagotable de los tres años. Un balón rojo rodó hacia el asfalto y, en un parpadeo, Emiliano fue tras él.

Recuerdo el sonido de los frenos, el grito de una vecina, el silencio que siguió. Recuerdo cómo mis piernas se negaban a moverse, como si el miedo me hubiera clavado al suelo. Cuando por fin llegué a su lado, su carita estaba tranquila, como si durmiera. Pero yo supe, en ese instante, que mi vida había cambiado para siempre.

Me llamo Mariana Torres y, desde ese día, cargo con una culpa que no me deja respirar. Mi esposo, Julián, no me ha mirado igual desde entonces. La casa se llenó de un silencio espeso, de miradas que esquivan, de preguntas sin respuesta. Mi suegra, Doña Lupita, me dijo una tarde, mientras yo lavaba los platos con las manos temblorosas:

—A veces Dios se lleva a los angelitos porque los quiere con Él, mija. Pero una madre nunca debería perder a un hijo.

Sentí su reproche disfrazado de consuelo. Quise gritarle que nadie me juzgaba más que yo misma, que cada noche revivo ese momento y me pregunto qué habría pasado si hubiera corrido más rápido, si hubiera sujetado su mano con más fuerza, si hubiera dejado el balón en casa. Pero no dije nada. Solo seguí lavando los platos, dejando que el agua caliente quemara mis manos, como si así pudiera purgar mi dolor.

Los días siguientes fueron un desfile de pésames, abrazos incómodos y frases hechas. «Dios sabe por qué hace las cosas», «El tiempo lo cura todo», «Tienes que ser fuerte por Julián». Nadie sabía que yo ya no era fuerte, que me sentía vacía, que el simple hecho de respirar me parecía una traición a Emiliano.

Mi hermana, Camila, fue la única que se atrevió a decirme la verdad una noche, cuando me encontró llorando en el cuarto de Emiliano, abrazada a su osito de peluche.

—No fue tu culpa, Mari. Los accidentes pasan. Pero tienes que dejarte ayudar. No puedes cargar esto sola.

La miré, con los ojos hinchados y la voz rota:

—¿Y si sí fue mi culpa? ¿Y si pude haberlo evitado?

Ella me abrazó tan fuerte que sentí que me rompía, pero también que me sostenía. Esa noche, por primera vez, dormí unas horas seguidas.

Pero el dolor no se va. En el barrio, la gente susurra cuando paso. Algunas madres me miran con lástima, otras con ese miedo supersticioso de que la tragedia se contagia. En el mercado, Doña Rosa me regaló un kilo de jitomates y me dijo al oído:

—Cuídese mucho, señora Mariana. Los hijos son prestados, pero el dolor es para siempre.

A veces sueño que Emiliano me llama desde el otro lado de la calle, que me sonríe y me dice: «Mami, ya no llores». Me despierto empapada en sudor, con el corazón desbocado. Julián duerme de espaldas, cada vez más lejos de mí, como si la muerte de nuestro hijo hubiera cavado un abismo entre nosotros.

Un día, después de meses de encierro, Camila me llevó a un grupo de apoyo para padres que han perdido hijos. Al principio no quería ir. ¿Qué podía decir yo que no fuera un grito de rabia o un sollozo? Pero ahí, sentada en un círculo de sillas de plástico, escuché historias tan dolorosas como la mía. Una madre, Teresa, contó cómo su hijo murió por una bala perdida en una fiesta. Otro padre, Don Ernesto, perdió a su hija en un incendio. Todos lloramos juntos, todos compartimos esa culpa que nos carcome, ese vacío que nadie puede llenar.

Poco a poco, empecé a entender que el dolor no se va, pero se aprende a vivir con él. Que no estoy sola, aunque a veces lo parezca. Que la vida sigue, aunque a veces no quiera seguirla.

Un día, Julián me encontró sentada en el cuarto de Emiliano, mirando sus dibujos pegados en la pared. Se sentó a mi lado, en silencio. Después de un rato, me tomó la mano y, con la voz quebrada, me dijo:

—Te extraño, Mari. Extraño a nuestro hijo, pero también te extraño a ti. No quiero perderte también.

Lloramos juntos, por primera vez desde el accidente. Nos abrazamos como dos náufragos en medio de una tormenta. Supe entonces que, aunque nunca dejaría de doler, podíamos intentar reconstruirnos, pedazo a pedazo.

Hoy, cada vez que paso por esa esquina, dejo una flor para Emiliano. A veces, otros niños juegan cerca y sus risas me duelen, pero también me recuerdan que la vida sigue, que hay que cuidar a los que quedan, que no podemos vivir en el pasado.

A quienes me leen, les digo: abracen a sus hijos, no den nada por sentado. La vida puede cambiar en un segundo. Y si alguna vez han sentido una culpa como la mía, sepan que no están solos.

¿Será posible perdonarse alguna vez? ¿Cómo se aprende a vivir con un dolor tan grande sin dejar de amar la vida? Los leo.