No como en las novelas, pero casi
—¿Por qué lloras, Mariana? —me preguntó mi madre mientras lavaba los trastes, sin mirarme a los ojos.
No supe qué responderle. Tenía la garganta cerrada y las lágrimas me ardían en las mejillas. Afuera, el sol caía sobre los tejados de San Miguel el Alto, y el aire olía a tortillas recién hechas y a tierra mojada. Pero dentro de mí, todo era gris.
Desde niña soñaba con una vida como las de las novelas que veía con mi abuela: amores imposibles, finales felices, promesas bajo la lluvia. Pero la realidad era otra. Aquí, en este pueblo de Jalisco donde todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que el viento, mi vida era una rutina de silencios y resignación.
Me casé con Julián porque creí que era amor. Él era el muchacho más guapo del barrio, el que me llevaba serenatas y me escribía cartas llenas de palabras bonitas. Mi madre decía que era un buen partido: trabajador, hijo de buena familia. «No todas tienen esa suerte, Mariana», repetía cada vez que yo dudaba.
Pero después de la boda, todo cambió. Julián llegaba tarde, olía a cerveza y a veces ni me hablaba. Las promesas se volvieron susurros apagados y las caricias se transformaron en ausencias. Yo intentaba convencerme de que era normal, que así era el matrimonio. «Aguanta, hija», me decía mi suegra cuando me veía triste. «Así son los hombres. Tú preocúpate por tu casa y tus hijos».
Pero no teníamos hijos. Y ese era otro peso sobre mis hombros. Cada mes, cuando llegaba mi menstruación, sentía la mirada de todos sobre mí: mi madre rezando para que Dios me bendijera, mi suegra preguntando con voz dulce pero mirada filosa: «¿Y para cuándo el nieto?». Julián empezó a quedarse más tiempo fuera de casa. Yo lo esperaba sentada junto a la ventana, viendo cómo las luces del pueblo se iban apagando una a una.
Una noche, después de una fiesta patronal, Julián llegó borracho y con olor a perfume barato. No hizo falta que dijera nada; sus ojos lo gritaban todo. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el suelo frío.
Al día siguiente, mi madre vino a verme. Me encontró hecha un ovillo en la cama.
—¿Qué te pasa, hija? ¿Te hizo algo Julián?
—No —mentí—. Solo estoy cansada.
Ella suspiró y me acarició el cabello.
—La vida no es como en las novelas, Mariana. Aquí se viene a aguantar. Así fue conmigo y así será contigo.
Sentí rabia. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué las mujeres de mi familia siempre tenían que callar y soportar? Pensé en mi abuela, en su mirada triste mientras tejía en silencio; en mi madre, siempre ocupada, siempre resignada.
Los días pasaron lentos. Empecé a trabajar en la tienda del pueblo para distraerme. Ahí conocí a Lucía, una mujer mayor que había enviudado joven y criado sola a sus hijos. Ella me escuchaba sin juzgarme.
—No tienes por qué aguantar lo que no te hace feliz —me dijo un día mientras acomodábamos las latas de frijoles.
—¿Y si me voy? ¿Qué va a decir la gente?
—La gente siempre va a hablar, Mariana. Pero al final del día, la que vive tu vida eres tú.
Sus palabras me dieron vueltas en la cabeza durante semanas. Empecé a escribir en un cuaderno escondido bajo mi colchón: mis miedos, mis sueños, mis ganas de escapar.
Una tarde, Julián llegó temprano y me encontró escribiendo.
—¿Qué haces? —preguntó con desconfianza.
—Nada —respondí rápido, cerrando el cuaderno—. Solo anoto las compras.
Me miró con esos ojos cansados y se sentó a mi lado.
—¿Tú eres feliz conmigo?
La pregunta me sorprendió tanto que no supe qué decir.
—No lo sé —susurré al fin—. ¿Y tú?
Julián bajó la mirada y se quedó callado mucho tiempo.
—Yo tampoco —admitió al fin—. No sé en qué momento nos perdimos.
Por primera vez en años hablamos de verdad. Lloramos juntos. Nos dijimos todo lo que nos dolía: el miedo al qué dirán, la presión de nuestras familias, los sueños rotos.
Esa noche dormimos abrazados como cuando éramos novios. Pero al amanecer supe que algo había cambiado para siempre.
Poco después Julián se fue a trabajar a Guadalajara. Me prometió que volvería cada fin de semana, pero los días se hicieron semanas y luego meses. Al principio llamaba todos los días; después solo mandaba mensajes cortos: «Estoy bien», «Te extraño».
Mi madre venía cada tarde a tomar café conmigo.
—¿Y Julián?
—Trabajando —decía yo sin ganas de explicar más.
Ella suspiraba y cambiaba de tema.
Un día recibí una carta de Julián. Decía que había conocido a alguien más y que no quería seguir haciéndome daño. Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. Lloré mucho esa noche, pero no por él; lloré por mí, por todo lo que había aguantado por miedo al escándalo.
La noticia corrió rápido por el pueblo. Las vecinas murmuraban cuando pasaba por la plaza; algunos me miraban con lástima, otros con desprecio.
Pero Lucía estaba ahí para mí.
—Ahora empieza tu vida —me dijo—. Haz lo que siempre quisiste hacer.
Empecé a dar clases a los niños del pueblo; les enseñaba a leer y escribir bajo el árbol grande de la plaza. Poco a poco recuperé la sonrisa. Aprendí a estar sola sin sentirme vacía.
A veces todavía veo novelas con mi madre y nos reímos juntas de los finales felices imposibles. Ella ya no me dice que aguante; ahora me pregunta si soy feliz.
Y yo le respondo:
—Estoy aprendiendo a serlo, mamá.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres siguen callando por miedo al qué dirán? ¿Cuántas historias como la mía hay en cada pueblo de México? ¿No merecemos todas escribir nuestro propio final?