No eres indispensable: La historia de Mariana

—No eres indispensable aquí, Mariana. Si quieres tomarte el día, hazlo, pero no esperes que te lo paguemos —me dijo el jefe, sin levantar la vista de su computadora. Sentí cómo la garganta se me cerraba y las lágrimas amenazaban con traicionar mi orgullo. Apreté los puños y me obligué a respirar hondo. No iba a llorar frente a él ni frente a nadie.

Apenas unas horas antes, había firmado los papeles del divorcio con Javier. Quince años juntos, una hija de diez, y ahora… nada. La casa vacía, la cama fría, y el eco de las palabras de mi madre resonando en mi cabeza: “En esta vida, Mariana, una mujer sola no vale nada”.

Entré a la oficina como un fantasma. Mis compañeros me miraron con esa mezcla de lástima y curiosidad que tanto detesto. Sofía, la única que alguna vez me invitó a tomar café fuera del trabajo, se acercó con una sonrisa forzada.

—¿Cómo estás, Mari? —preguntó en voz baja.

—Sobreviviendo —contesté, intentando sonar fuerte.

—Si necesitas hablar… —empezó, pero la interrumpí.

—Gracias, Sofi. Prefiero trabajar.

Me senté frente a la computadora y traté de concentrarme en los reportes. Pero las palabras bailaban en la pantalla. Todo me parecía inútil. ¿Para qué esforzarme si al final nadie te agradece nada? Javier ya tenía otra pareja; lo supe por los chismes del barrio. Mi hija, Valeria, apenas hablaba en casa. Y ahora en el trabajo… tampoco era bienvenida.

A la hora del almuerzo, escuché a dos compañeros cuchicheando en la cocina:

—Dicen que Mariana anda toda deprimida porque el marido la dejó —dijo uno.

—¿Y quién la manda? Siempre tan seria, tan metida en su mundo… —respondió el otro.

Sentí rabia. ¿Eso pensaban de mí? ¿Que merecía estar sola por no ser simpática? ¿Por no reírme de sus chistes machistas?

Esa tarde, recibí un mensaje de mi madre: “¿Ya pensaste en volver a casa? Aquí tienes tu cuarto”. Me imaginé regresando al pequeño departamento en el centro de Puebla, compartiendo espacio con mis dos hermanos menores y soportando los suspiros resignados de mi madre cada vez que me veía llegar tarde del trabajo.

No. No podía rendirme así.

Esa noche, al llegar a casa, encontré a Valeria viendo televisión en silencio. Me senté a su lado y le acaricié el cabello.

—¿Cómo te fue hoy en la escuela?

—Bien —respondió sin mirarme.

—¿Quieres cenar algo?

—No tengo hambre.

El silencio entre nosotras era como una pared invisible. Extrañaba los días en que Valeria corría a abrazarme apenas llegaba del trabajo. Ahora parecía que yo era parte del problema, no de la solución.

Al día siguiente, llegué temprano a la oficina. El jefe me llamó a su despacho.

—Mariana, tu rendimiento ha bajado mucho este mes. Entiendo que estás pasando por un momento difícil, pero aquí todos tenemos problemas. Si no puedes con la carga, dímelo para buscar a alguien más.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Eso era todo? ¿Quince años de lealtad y esfuerzo para que me dijeran que soy reemplazable?

—No se preocupe —dije con voz firme—. Cumpliré con mi trabajo.

Salí del despacho temblando de rabia e impotencia. Pensé en todas las veces que me quedé horas extra sin cobrar un peso más; en las veces que cubrí a mis compañeros cuando ellos tenían problemas familiares; en los cumpleaños y festividades que pasé sola en la oficina para cumplir con los plazos.

Esa tarde, Sofía me invitó a tomar un café después del trabajo. Dudé un momento, pero acepté. Necesitaba hablar con alguien que no me juzgara.

Nos sentamos en una cafetería pequeña cerca del parque. Sofía pidió dos cafés y un pan dulce para compartir.

—Mari, sé que no es fácil lo que estás viviendo —dijo suavemente—. Pero no tienes por qué cargar sola con todo esto.

—¿Y quién me va a ayudar? —pregunté, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. Mi mamá quiere que vuelva a casa como si fuera una niña perdida; mi hija apenas me habla; en el trabajo ya están buscando cómo deshacerse de mí…

Sofía tomó mi mano.

—No eres menos por estar sola. No eres menos por ser mujer ni por ser mamá soltera. Pero tienes derecho a sentirte mal y pedir ayuda.

Me quedé callada un momento. Nadie me había dicho eso antes: que tenía derecho a pedir ayuda.

Esa noche, al llegar a casa, encontré a Valeria llorando en su cuarto. Me acerqué y la abracé sin decir nada. Lloramos juntas largo rato. Por primera vez desde el divorcio, sentí que no estaba sola del todo.

Pasaron las semanas y poco a poco empecé a reconstruirme. Busqué terapia gratuita en el DIF municipal; hablé con mi jefa directa para pedirle tareas más claras y menos carga extra; empecé a salir los domingos al parque con Valeria aunque fuera solo para caminar y comer una nieve.

Pero el estigma seguía ahí: las miradas de los vecinos cuando pasaba sola; los comentarios de mis tías en las reuniones familiares (“Pobrecita Mariana, tan bonita y tan sola”); las preguntas incómodas de los padres de los compañeros de Valeria (“¿Y tu papá?”).

Un día, después de una junta especialmente tensa en el trabajo donde otra vez insinuaron que mi puesto era prescindible, exploté:

—¿Saben qué? Estoy cansada de que me traten como si fuera invisible o inútil solo porque estoy pasando por un mal momento. Todos aquí hemos tenido problemas personales y siempre he estado para ayudarles cuando lo han necesitado. No voy a permitir que me hagan sentir menos ni aquí ni en ningún lado.

Hubo silencio incómodo. Pero esa tarde recibí varios mensajes privados de compañeras agradeciéndome por hablar; algunas confesaron que también sentían miedo de perder su trabajo si sus vidas personales se complicaban.

Poco a poco entendí que no era la única luchando contra el prejuicio y la indiferencia. Que muchas mujeres como yo cargan con el peso de ser madres solteras, trabajadoras incansables y aún así sentirse invisibles o descartables.

Hoy sigo luchando cada día: por mi hija, por mi dignidad y por todas las mujeres que han escuchado alguna vez “no eres indispensable”. Y aunque todavía hay días grises, sé que tengo derecho a existir y ser feliz aunque el mundo insista en lo contrario.

A veces me pregunto: ¿Cuántas más tendrán que escuchar esas palabras para que algo cambie? ¿Cuándo aprenderemos a valorar el esfuerzo silencioso de quienes sostienen familias enteras sin pedir nada a cambio?