No es su hijo: el grito que partió mi vida en dos

—¡Eso no puede ser! ¡Ese niño no es de mi hijo!— El grito de doña Carmen retumbó en las paredes de la casa como un trueno. Sentí cómo el aire se volvía denso, casi irrespirable. Mi mano temblaba mientras sostenía la copa de vino blanco, y el aroma del salmón al horno, que tanto le gustaba a Julián, se mezclaba con el sabor amargo del miedo.

Esa noche, todo estaba preparado para celebrar. Había puesto mi mejor vestido, encendido velas y preparado una ensalada fresca con aguacate y mango, como le gustaba a él. Pero lo más importante era la noticia: después de dos años de intentos, finalmente estaba embarazada. Había imaginado mil veces su reacción, su sonrisa, el abrazo cálido… Jamás pensé que sería testigo de una escena digna de telenovela barata.

Julián llegó tarde, como siempre. Su madre, doña Carmen, se había instalado en la sala desde temprano, diciendo que quería ayudarme a preparar la cena. Pero yo sabía que era para vigilarme. Desde que nos casamos, nunca confió en mí. Decía que yo era «demasiado alegre» para su hijo, que venía de una familia «demasiado humilde». Pero Julián me amaba, o eso creía yo.

Cuando por fin entró por la puerta, cansado y con el ceño fruncido, traté de sonreírle. —Amor, tengo algo importante que contarte— dije, con la voz temblorosa.

Él apenas me miró. —¿Ahora qué pasó?— preguntó, mientras se quitaba los zapatos.

—Estoy embarazada— solté de golpe, sin poder contener más la emoción ni el miedo.

El silencio fue absoluto. Doña Carmen me miró con los ojos entrecerrados y luego soltó esa frase que aún hoy me persigue: —¡Eso no puede ser! ¡Ese niño no es de mi hijo!—

Julián se quedó helado. Me miró como si fuera una extraña. —¿De qué hablas, mamá?—

—¡Tú sabes bien que llevas meses trabajando hasta tarde! ¿Cuándo han tenido tiempo para eso?—

Sentí cómo la sangre se me iba del cuerpo. Quise gritarle que no era asunto suyo, que Julián y yo sí habíamos tenido nuestros momentos, aunque fueran pocos y robados entre sus jornadas interminables y las visitas constantes de su madre. Pero las palabras no salieron.

—¿Es cierto?— preguntó Julián, con una voz tan fría que me dolió más que cualquier insulto.

—Claro que sí— respondí, pero ya nadie me escuchaba. Doña Carmen seguía hablando, diciendo cosas horribles sobre mi familia, sobre mi pasado. Que si mi papá había sido alcohólico, que si mi mamá vendía tamales en la calle… Todo lo usó para convencer a Julián de que yo era una cualquiera.

Esa noche él se fue. No dijo adiós, no me abrazó. Solo tomó las llaves y salió mientras yo caía al suelo, abrazando mi vientre y llorando como nunca antes.

Los días siguientes fueron un infierno. La noticia corrió por todo el barrio en cuestión de horas. Las vecinas murmuraban cuando pasaba por la tienda; algunas incluso cruzaban la calle para no saludarme. Mi propia madre lloraba en silencio cada vez que me veía llegar a casa con los ojos hinchados.

Intenté llamarlo mil veces. Le mandé mensajes, le escribí cartas… Nada. Doña Carmen se encargó de bloquearme en todas partes y hasta fue a buscar a mi mamá para decirle que yo era una vergüenza para la familia.

Una tarde, mientras lavaba los platos en casa de mi madre, escuché un golpe en la puerta. Era Julián. Tenía los ojos rojos y en la mano llevaba una pequeña caja de terciopelo azul.

—Perdón— dijo apenas lo vi. —Fui un cobarde. No debí dejarte sola ni escuchar a mi mamá…

Me mostró el anillo. —Quería pedirte que nos casáramos otra vez, empezar de cero…—

Pero ya era tarde. Mi corazón estaba roto y mi confianza hecha trizas.

—¿Por qué dudaste de mí? ¿Por qué permitiste que tu mamá me humillara así?— le pregunté entre lágrimas.

No supo qué decirme. Bajó la cabeza y se quedó allí parado, como un niño regañado.

—No puedo volver contigo— le dije finalmente. —No después de todo lo que pasó.

Se fue sin decir palabra. Cerré la puerta y sentí un vacío inmenso en el pecho.

Los meses pasaron lentos y dolorosos. El embarazo avanzaba y cada día sentía más miedo por el futuro. Mi mamá me apoyó como pudo; vendía más tamales para ayudarme con los gastos del doctor y las medicinas. A veces pensaba en irme lejos, empezar de nuevo en otra ciudad donde nadie conociera mi historia.

El día del parto fue duro. Estuve sola en el hospital público, rodeada de otras mujeres con historias parecidas o peores a la mía. Cuando por fin tuve a mi hija en brazos —sí, era una niña hermosa— sentí una mezcla de alegría y tristeza imposible de describir.

Julián nunca volvió a buscarme. Supe por conocidos que se fue a trabajar al norte, a Monterrey, y que doña Carmen sigue diciendo por ahí que «mejor así» porque «ese niño nunca fue su nieto».

A veces me pregunto si algún día podré perdonarles todo el daño que me hicieron. Si podré confiar otra vez en alguien sin miedo a ser juzgada por mi pasado o mis orígenes humildes.

¿De verdad es tan fácil destruir una familia solo por prejuicios? ¿Cuántas mujeres más tendrán que pasar por esto antes de que aprendamos a creer en el amor y no en los chismes?