No hay nada que lamentar: Verano en el malecón de Valparaíso
—¿Y ahora qué, Camila? —me preguntó Tomás, sin apartar la vista del mar, mientras las gaviotas peleaban por las migas que los niños lanzaban desde el muelle.
El viento salado me despeinaba y sentí el sol tibio en la cara. Por primera vez en años, no tenía nada urgente que hacer. La universidad había terminado, los exámenes eran solo un recuerdo borroso y, frente a mí, se extendían dos meses de libertad. Pero la pregunta de Tomás me cayó como una piedra en el estómago.
—No sé —le respondí, fingiendo una sonrisa—. Dormir, leer, caminar… No tengo grandes planes.
Tomás se rió, pero su risa sonó hueca.
—¿Y tus papás? ¿Ya te preguntaron qué vas a hacer con tu vida?
Me encogí de hombros. No quería hablar de eso. Desde que terminé la carrera de Derecho, mi mamá no hacía más que repetir que era hora de buscar un trabajo “de verdad”, mientras mi papá insistía en que debía ayudar en la ferretería familiar. Yo solo quería respirar, sentir que la vida era algo más que cumplir expectativas ajenas.
—No quiero pensar en eso ahora —dije, mirando cómo el sol se reflejaba en el agua.
Tomás me miró con esa expresión suya tan honesta, como si pudiera ver a través de mí.
—¿Por qué no te animas a viajar conmigo al sur? Mi tía tiene una hostal en Chiloé. Podríamos trabajar ahí un tiempo, ahorrar algo y ver qué pasa.
La idea me tentó. Pero sabía que en casa no lo entenderían. Mi mamá siempre decía que viajar era para gente sin rumbo, y mi papá necesitaba ayuda con las cuentas y los proveedores.
Esa noche, al volver a casa, la tensión era palpable. Mi mamá estaba sentada en la mesa del comedor, revisando papeles. Mi papá miraba las noticias en la tele, pero apenas entré bajó el volumen.
—¿Y? —preguntó mi mamá—. ¿Ya pensaste qué vas a hacer ahora?
Sentí un nudo en la garganta. Quise decirles que quería irme al sur, que necesitaba tiempo para pensar, para descubrir quién era yo fuera de sus expectativas. Pero solo atiné a murmurar:
—Estoy viendo opciones…
Mi papá suspiró.
—La ferretería necesita ayuda. Los proveedores están cada vez más difíciles y tu hermano no da abasto solo.
Mi mamá me miró con esa mezcla de orgullo y reproche que tanto detestaba.
—No estudiaste Derecho para terminar vendiendo clavos y cemento, Camila. Tienes que buscar algo mejor.
Me fui a mi pieza y cerré la puerta con fuerza. Me tiré en la cama y lloré en silencio. ¿Por qué sentía que todo lo que hacía estaba mal? ¿Por qué no podía simplemente elegir?
Al día siguiente, Tomás me llamó temprano.
—¿Lo pensaste? —preguntó sin rodeos.
—No puedo irme —le dije—. Mi familia…
—¿Y tú? ¿Qué quieres tú?
Esa pregunta me persiguió todo el día. En la ferretería, mientras ayudaba a mi hermano a ordenar cajas, sentí que me ahogaba. Los clientes entraban y salían; algunos me felicitaban por haber terminado la universidad, otros preguntaban si iba a ser abogada famosa. Yo solo sonreía y asentía, pero por dentro sentía que me desmoronaba.
Esa noche hubo pelea en casa. Mi hermano gritó que no podía hacerlo todo solo, mi papá le echó la culpa a los proveedores y mi mamá terminó llorando porque “nadie valora el esfuerzo”. Yo me encerré en el baño y me miré al espejo: los ojos hinchados, el pelo revuelto, la cara cansada. ¿Era esto lo que quería para mi vida?
Al tercer día llamé a Tomás.
—¿Todavía tienes espacio para mí en ese viaje?
Él rió aliviado.
—Siempre.
Esa tarde reuní el valor para hablar con mis padres.
—Me voy al sur con Tomás —dije sin rodeos—. Necesito tiempo para pensar qué quiero hacer con mi vida.
Mi mamá se puso pálida.
—¿Vas a dejar todo tirado? ¿Después de todo lo que hicimos por ti?
Mi papá apretó los labios.
—Haz lo que quieras —dijo seco—. Pero recuerda quién te dio techo y comida todos estos años.
Sentí culpa, rabia y miedo al mismo tiempo. Pero también una extraña sensación de alivio. Por primera vez estaba decidiendo por mí misma.
El viaje al sur fue una mezcla de libertad y nostalgia. En Chiloé todo era distinto: el aire olía a leña y mariscos, la gente saludaba aunque no te conociera y las noches eran tan oscuras que podías ver todas las estrellas. Trabajábamos limpiando habitaciones y sirviendo desayunos en la hostal de la tía de Tomás. Por las tardes caminábamos por la playa o nos sentábamos a mirar el mar embravecido.
Una noche, sentados junto a una fogata, Tomás me preguntó:
—¿Te arrepientes?
Pensé en mi familia, en sus caras decepcionadas cuando me fui; pensé en la ferretería, en los sueños de mi mamá para mí; pensé en mí misma, respirando hondo bajo ese cielo inmenso.
—No —le respondí—. No hay nada que lamentar.
Pero sabía que tarde o temprano tendría que volver y enfrentar todo lo que había dejado atrás. El sur me enseñó a escucharme a mí misma, pero también me mostró lo difícil que es romper con las expectativas familiares en un país donde la familia lo es todo.
Cuando regresé a Valparaíso dos meses después, mi familia seguía herida. Mi mamá apenas me hablaba; mi papá me saludó con un gesto seco; mi hermano ni siquiera salió de su pieza. Sentí el peso del silencio como una losa sobre los hombros.
Poco a poco fui reconstruyendo los puentes rotos. Conseguí un trabajo temporal como asistente legal en una ONG que defendía derechos laborales; no era lo que mi mamá soñaba para mí, pero era un comienzo. Empecé a hablar más con mi hermano; incluso lo ayudé algunos fines de semana en la ferretería. Mi papá tardó más en perdonarme, pero un día llegó con empanadas calientes y se sentó conmigo a ver el partido: fue su manera de decirme que todo estaba bien.
A veces todavía siento culpa por haberme ido; otras veces siento orgullo por haberme escuchado a mí misma. La vida nunca es tan simple como elegir entre A o B; siempre hay matices, heridas y cicatrices que nos acompañan.
Ahora miro atrás y pienso: ¿cuántos jóvenes como yo sienten ese peso sobre los hombros? ¿Cuántos se atreven a romper con lo esperado para buscar su propio camino? ¿Vale la pena arriesgarse aunque duela?
¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez atrapado entre lo que esperan de ti y lo que realmente quieres ser?