No huyas de ti misma, Evelina: El día que escapé de mi propia boda
—Evelina, ¿ya preparaste el café para la abuela?— escuché la voz de Doña Carmen retumbando desde el pasillo, justo cuando el sol apenas asomaba por la ventana de la cocina. El aroma a pan recién horneado se mezclaba con el olor a detergente barato y a mi propio miedo. Era el día de mi boda, pero yo me sentía más prisionera que nunca.
Me llamo Evelina Rodríguez y nací en un pequeño pueblo en las afueras de Medellín. Crecí entre cafetales y promesas de una vida mejor, pero desde que acepté casarme con Mauricio, sentí que mi vida dejó de ser mía. Su familia era tradicional, de esas que creen que la mujer debe servir primero y preguntar después. Yo, que siempre soñé con estudiar medicina, terminé aprendiendo a hacer arepas perfectas y a callar mis opiniones.
—Evelina, ¿dónde están las flores?— preguntó Mariana, la hermana menor de Mauricio, entrando a la cocina sin mirarme a los ojos. —Recuerda que mamá quiere todo perfecto hoy. No vayas a fallar.
Me mordí los labios para no responderle. ¿Cómo explicarle que yo también quería algo perfecto, pero para mí? Que soñaba con una boda donde pudiera reírme fuerte, bailar hasta el amanecer y sentirme amada, no solo aceptada por cumplir un papel.
Mientras batía los huevos para las arepas, recordé la conversación que tuve con mi mamá la noche anterior. Ella me miró con esos ojos cansados de mujer luchadora y me dijo en voz baja:
—Hija, uno no puede vivir toda la vida complaciendo a los demás. ¿Estás segura de esto?
No supe qué responderle. Sentí un nudo en la garganta porque sabía que no estaba segura. Pero también sabía que en nuestro pueblo, una mujer que huye de su boda es vista como una vergüenza para la familia.
El reloj marcaba las siete cuando Mauricio bajó las escaleras con su camisa blanca recién planchada. Me miró rápido, sin sonreír.
—¿Listas las arepas? Hoy vienen mis tíos de Bogotá y quiero que todo salga bien.
Asentí en silencio. Sentí cómo mi corazón latía tan fuerte que pensé que todos podrían escucharlo. Me pregunté si alguien notaría si yo desaparecía por un rato, si alguien realmente se preocuparía por lo que sentía.
Afuera, el bullicio crecía. Las vecinas llegaban con bandejas de buñuelos y risas forzadas. Los hombres discutían sobre fútbol y política en el patio. Nadie notaba mi ansiedad, mi deseo de gritar y salir corriendo.
Fui al baño y me miré al espejo. Tenía ojeras profundas y los labios partidos. Me pregunté cuándo fue la última vez que me sentí bonita o feliz. Cerré los ojos y recordé mis tardes leyendo bajo el árbol de mango en casa de mi abuela, antes de que todo se complicara.
De repente, escuché un golpe en la puerta.
—Evelina, apúrate, tienes que vestirte ya— gritó Doña Carmen.
Me puse el vestido blanco que me prestaron. No era feo, pero tampoco era mío. Me sentía disfrazada, como si estuviera actuando en una obra donde todos sabían su papel menos yo.
En el cuarto contiguo escuché a Mauricio hablando por teléfono:
—Sí, mamá, Evelina está lista… No te preocupes, ella sabe lo que tiene que hacer.
Sentí rabia. ¿Eso era todo lo que esperaban de mí? ¿Que supiera lo que tenía que hacer?
Salí al patio y vi a mi papá sentado solo en una esquina. Me acerqué y él me tomó la mano con fuerza.
—Hijita, si no quieres esto, aún puedes decirlo— susurró.
Sentí las lágrimas ardiendo en mis ojos. Nadie nunca me había dado permiso para decir lo que sentía. Nadie excepto él y mi mamá.
En ese momento supe lo que tenía que hacer. No podía seguir viviendo una vida prestada. No podía casarme solo porque era lo esperado.
Entré corriendo a la casa, subí las escaleras y tomé mi mochila vieja. Metí lo poco que era mío: un cuaderno, una foto de mi abuela y mi libro favorito de Gabriel García Márquez. Bajé sin mirar atrás.
En la puerta me encontré con Doña Carmen:
—¿A dónde vas? ¡La boda es en media hora!
La miré a los ojos por primera vez sin miedo.
—Voy a buscar mi vida, señora. No puedo casarme con su hijo solo porque usted lo quiere así.
Ella abrió la boca para decir algo pero yo ya estaba afuera, corriendo por la calle empedrada mientras todos gritaban mi nombre.
Corrí hasta llegar a la terminal del pueblo. Compré un tiquete para Medellín con el poco dinero que tenía guardado desde hacía meses. Mientras el bus arrancaba, sentí una mezcla de miedo y libertad tan intensa que lloré todo el camino.
En la ciudad nadie me conocía. Conseguí trabajo limpiando casas mientras buscaba una beca para estudiar enfermería. No fue fácil; hubo noches en las que dormí en un cuarto prestado y días en los que apenas comía una arepa con café. Pero cada vez que dudaba, recordaba ese momento frente al espejo: yo decidiendo por mí misma.
Con el tiempo aprendí a quererme otra vez. Hice amigas nuevas; mujeres como yo, cansadas de vivir según las reglas ajenas. Nos apoyábamos mutuamente y soñábamos juntas con un futuro diferente.
Hoy escribo esto desde un pequeño apartamento alquilado en Medellín. No tengo lujos ni certezas, pero tengo paz. A veces extraño a mi familia y me duele pensar en lo que pudieron sentir ese día. Pero sé que hice lo correcto.
¿Vale la pena romper con todo para buscar tu propia felicidad? ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas en vidas que no eligieron? Yo elegí no huir más de mí misma… ¿y tú?