No invitada a la boda, pero esperada como apoyo: El doble rasero de mi familia

—¿Por qué no me avisaste, Sebastián? ¿Por qué no me invitaste a tu boda?

Mi voz temblaba, apenas un susurro ahogado por el nudo en mi garganta. Sebastián, mi único hijo, evitaba mirarme. Estábamos en la cocina de mi casa en Iztapalapa, rodeados del olor a café recién hecho y tortillas calientes, pero el aire era frío, cortante. Afuera, los perros ladraban y el bullicio del barrio seguía su curso, ajeno a mi dolor.

—Mamá… no quería problemas. Tú sabes cómo es Lucía —me respondió, bajando la mirada al suelo.

Lucía. Su esposa desde hace dos semanas. La mujer que, desde que apareció en su vida, parecía empeñada en borrar mi existencia. Yo nunca fui suficiente para ella: ni la suegra ideal, ni la abuela perfecta para su hija Camila. Y ahora, ni siquiera digna de estar presente en el día más importante de mi hijo.

Me enteré por Facebook. Una foto: Sebastián con traje azul marino, Lucía con un vestido blanco sencillo y una sonrisa que no me incluía. Los comentarios de sus amigos y familiares me atravesaron como cuchillos: “¡Felicidades!”, “¡Qué bonita pareja!”, “¡Que sean muy felices!”. Yo sólo podía mirar la pantalla, sintiendo que el mundo se me venía encima.

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Recordé cuando Sebastián era niño y me decía: “Mamá, nunca te voy a dejar sola”. Recordé los sacrificios: las jornadas dobles limpiando casas ajenas para pagarle la universidad, los días sin comer para que él tuviera zapatos nuevos. ¿De qué sirvió todo eso si ahora ni siquiera merezco estar en su boda?

Pero lo más doloroso vino después. A los pocos días, Lucía me llamó por teléfono:

—Señora Marta, ¿puede venir a cuidar a Camila el sábado? Tenemos que salir y no tenemos con quién dejarla.

No hubo disculpa por la boda. No hubo explicación. Sólo la expectativa de que yo estuviera ahí, disponible, como siempre. Como si nada hubiera pasado.

Me debatí entre el orgullo y el amor. ¿Debía decir que no? ¿Debía reclamarles? Pero Camila es mi nieta y no tiene la culpa de nada. Así que fui. La recibí con los brazos abiertos, le preparé su sopa favorita y le conté historias de cuando su papá era niño. Mientras jugábamos en el piso de la sala, sentí una punzada de tristeza: yo era buena para cuidar a su hija, pero no lo suficiente para ser parte de su familia.

Esa tarde, mientras Camila dormía la siesta, Sebastián llegó antes de lo previsto. Se sentó frente a mí y por fin me miró a los ojos.

—Mamá… perdón —susurró—. Lucía no quería que vinieras porque dice que siempre criticas todo.

Sentí rabia e impotencia. ¿Eso pensaba de mí? ¿Que sólo sé criticar? ¿Y él? ¿No tenía voz para defenderme?

—¿Y tú qué piensas, Sebastián? —le pregunté con voz firme.

Él se encogió de hombros.

—No quiero problemas…

Ahí lo entendí todo. Mi hijo prefería evitar conflictos antes que defenderme. Prefería sacrificarme a mí antes que incomodar a Lucía o a su nueva familia.

Los días siguientes fueron una mezcla de silencio y resignación. Mi hermana Rosa me decía:

—No te dejes, Marta. Hazte valer. Si no te invitaron a la boda, tampoco tienes por qué estar ahí cuando te necesiten.

Pero yo no podía dejar de pensar en Camila. Ella me abrazaba con fuerza cada vez que me veía y me decía: “Abue, eres la mejor”. ¿Cómo negarme a ese amor tan puro?

Un domingo por la tarde, mientras lavaba los trastes, recibí otro mensaje de Lucía: “¿Puede ayudarnos con un préstamo? Estamos cortos este mes”.

Ahí sentí que algo dentro de mí se rompía definitivamente. No sólo esperaban que cuidara a su hija gratis; también querían mi dinero. Sin embargo, dudé. ¿Sería egoísta si decía que no? ¿Sería mala madre si ponía límites?

Esa noche soñé con mi mamá. Ella también fue una mujer fuerte, pero siempre se dejó pisotear por todos en la familia. Me desperté sudando frío y con una decisión tomada.

Al día siguiente llamé a Sebastián.

—Hijo, te quiero mucho —le dije—, pero necesito que entiendas algo: no soy un cajero automático ni una niñera de tiempo completo. Si ustedes deciden apartarme de sus momentos importantes, también deben aprender a resolver sus problemas sin mí.

Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono.

—Mamá… no te enojes —dijo al fin—. Es que todo es muy complicado…

—La vida siempre es complicada —le respondí—. Pero uno tiene que aprender a poner límites.

Colgué sintiéndome más ligera y más fuerte. Por primera vez en muchos años pensé en mí misma antes que en los demás.

Hoy sigo viendo a Camila cuando puedo y la amo con todo mi corazón. Pero ya no permito que me usen ni que me hagan sentir menos. Aprendí que el amor propio también es importante y que nadie debe darlo todo sin recibir respeto a cambio.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres en México viven lo mismo? ¿Cuántas callan su dolor por miedo a perder el cariño de sus hijos? ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio de una madre? ¿Ustedes qué piensan?