No me abandonen: la historia de Julián, un padre en busca de perdón

—¿Por qué viniste sin avisar, Julián? —me preguntó mi madre apenas abrí la puerta de su casa en el barrio San Martín, en las afueras de Mendoza. Su voz sonaba cansada, pero en sus ojos aún brillaba esa chispa de preocupación maternal que nunca se apaga.

—No quería molestar, mamá. Solo… necesitaba verte —le respondí, tragando saliva. El nudo en mi garganta era tan grande que apenas podía hablar. Había perdido mi trabajo hacía dos semanas, y con él, la poca dignidad que me quedaba después de que Lucía, mi esposa, me pidiera que me fuera de la casa.

Me senté en la cocina, ese lugar donde crecí oliendo a pan casero y café con leche. Mi madre puso una taza frente a mí y se sentó al otro lado de la mesa. El silencio era pesado, como si ambos supiéramos que algo grave estaba por decirse.

—¿Y los chicos? —preguntó ella, bajando la voz.

—No quieren verme —le confesé. Sentí cómo se me quebraba la voz. —Lucía les dijo que soy un irresponsable… y no puedo culparla. Perdí el trabajo por mi culpa. Por confiar en ese socio que terminó robándose todo.

Mi madre suspiró y me tomó la mano. —Julián, la familia es lo único que uno no puede perder del todo. Pero hay cosas que uno debe reparar con hechos, no solo palabras.

Recordé el día en que todo se vino abajo. Era viernes, el calor pegaba fuerte y yo llegué tarde a casa. Lucía estaba sentada en el comedor, con los brazos cruzados y los ojos rojos de tanto llorar.

—¿Otra vez tarde? —me reclamó—. ¿Sabés lo que dicen los vecinos? Que te vieron en el bar con ese tal Ramiro…

—No empieces, Lucía —le contesté, cansado—. Estoy intentando salvar lo poco que nos queda.

—¿Salvar? ¡Nos hundiste! —gritó ella—. ¿Y tus hijos? ¿Pensaste en ellos?

Esa noche dormí en el sofá. Al día siguiente, Lucía me pidió que me fuera. Mis hijos, Camila y Tomás, ni siquiera salieron de sus cuartos para despedirse.

En casa de mi madre, cada sorbo de té era un recordatorio de mi fracaso. Pasaron los días y yo seguía sin noticias de mis hijos. Intenté llamarlos, les mandé mensajes por WhatsApp, pero solo recibía silencio o respuestas cortas: «No quiero hablar» o «Dejá de molestar».

Una tarde lluviosa, decidí ir a buscarlos a la salida del colegio. Los vi salir entre risas con sus amigos. Me acerqué despacio.

—Camila… Tomás…

Camila me miró con frialdad. —Mamá dijo que no te hablemos.

Tomás bajó la cabeza y apretó los labios. Sentí que el corazón se me partía en dos.

—Solo quiero verlos un rato… explicarles…

—No hace falta —me interrumpió Camila—. Ya sabemos todo.

Me quedé parado bajo la lluvia mientras ellos se alejaban. Sentí vergüenza y rabia conmigo mismo. ¿Cómo había llegado a esto?

Esa noche, mi madre me encontró llorando en el patio.

—Hijo, no sos el primero ni el último que comete errores —me dijo—. Pero si querés recuperar a tu familia, tenés que empezar por perdonarte vos mismo.

Decidí buscar trabajo de lo que fuera. Conseguí un puesto como ayudante en una panadería del barrio. El sueldo era poco, pero al menos podía ayudar a mi madre con los gastos y sentirme útil otra vez.

Un domingo por la tarde, mientras barría la vereda del local, vi pasar a Lucía con los chicos. Dudé si acercarme, pero algo en mí me empujó a hacerlo.

—Lucía…

Ella se detuvo y me miró con desconfianza.

—Solo quiero decirte que estoy trabajando… que estoy intentando cambiar —le dije—. No espero que me perdones ahora, pero quiero que los chicos sepan que no los abandoné.

Lucía suspiró y miró a los chicos.

—Eso depende de ellos —dijo finalmente.

Camila me miró a los ojos por primera vez en meses. Vi dolor y enojo, pero también una chispa de esperanza.

Pasaron semanas antes de que Tomás aceptara tomar un helado conmigo en la plaza. Hablamos poco al principio; él jugaba con su celular y yo buscaba las palabras justas para pedirle perdón.

—Papá… ¿por qué nos mentiste? —me preguntó de repente.

Sentí un puñal en el pecho.

—No quise mentirles… Solo tenía miedo de que supieran lo mal que estaba todo —le respondí—. Pero ahora entiendo que fue peor esconderlo.

Tomás asintió en silencio. No dijo nada más ese día, pero al despedirse me abrazó fuerte. Lloré como un niño cuando lo vi alejarse.

Con Camila fue más difícil. Ella era más dura, más parecida a Lucía: fuerte por fuera, pero frágil por dentro. Un día vino a buscarme a la panadería.

—Mamá dice que te estás esforzando —me dijo sin mirarme—. Pero yo todavía no puedo perdonarte.

Le sonreí con tristeza.

—No te pido que lo hagas ahora… Solo quiero estar cerca cuando estés lista.

Los meses pasaron y poco a poco fui reconstruyendo mi vida desde las cenizas. No recuperé todo lo perdido: Lucía siguió adelante sin mí, y mis hijos aprendieron a vivir con mis ausencias y mis errores. Pero cada domingo nos juntábamos a almorzar en casa de mi madre; entre empanadas y risas tímidas, sentí que algo se estaba curando dentro nuestro.

Hoy sigo luchando por ser un mejor padre y un mejor hijo. Aprendí que el perdón no es un regalo: es una conquista diaria hecha de pequeños gestos y mucha paciencia.

A veces me pregunto: ¿cuántos padres como yo caminan por las calles esperando una segunda oportunidad? ¿Cuántos hijos están dispuestos a escuchar antes de juzgar? ¿Y si todos nos atreviéramos a pedir perdón sin miedo al rechazo?