No Quiero Ser Un Fantasma: La Historia de Camila y Su Derecho a un Hogar

—¡No quiero ser un fantasma en mi propia casa!—gritó Julián, con los ojos llenos de rabia y lágrimas, mientras mi papá, Ernesto, le cerraba la puerta en la cara. Yo estaba ahí, en medio del pasillo, con las manos temblorosas y el corazón hecho un nudo. Mamá, Lucía, apenas podía sostenerse en pie.

Todo empezó hace dos años, cuando Julián terminó la prepa en la UNAM. Siempre fue el rebelde de la familia, el que soñaba con ser músico y no ingeniero como papá quería. Yo, Camila, era la hija ejemplar: buenas calificaciones, beca en la universidad privada, la que nunca daba problemas. Pero esa noche, cuando Julián volvió a casa después de meses de vivir con amigos y trabajos mal pagados, entendí que la vida no es tan simple como sacar buenas notas.

—Papá, sólo necesito quedarme unas semanas. No tengo a dónde ir—suplicó Julián.

Papá apretó los labios. —Aquí no hay espacio para vagos. Si no quieres estudiar ni trabajar en algo serio, búscate otro lugar.

Mamá intentó interceder: —Ernesto, es tu hijo…

—¡Basta!—cortó él. —No voy a premiar su irresponsabilidad.

Julián me miró buscando apoyo. Yo sentí una punzada de culpa. ¿Por qué yo sí tenía derecho a una cama caliente y él no? ¿Por qué el amor de papá era tan condicionado?

Esa noche Julián durmió en el parque de la colonia Roma, bajo una banca oxidada. Yo no pude pegar ojo. Recordé cuando éramos niños y jugábamos a construir casas con sábanas en la sala. ¿En qué momento dejamos de ser una familia?

Al día siguiente lo busqué. Lo encontré sentado junto a un grupo de chavos que compartían cigarros y risas tristes.

—¿Por qué no te vas con tus amigos ricos?—me dijo Julián, con voz amarga.

—No es tan fácil…—le respondí. —Tampoco quiero dejarte solo.

Me contó que había intentado buscar trabajo en cafés y bares, pero nadie quería contratar a alguien sin experiencia ni referencias. Me confesó que tenía miedo de volverse invisible, uno más de los miles de jóvenes sin techo en la ciudad.

—No quiero ser un vago, Cami. Sólo quiero que me den una oportunidad…

Volví a casa con el alma rota. Mamá lloraba en silencio mientras preparaba café. Papá veía la televisión como si nada pasara.

—¿No te duele ver a tu hijo así?—le pregunté.

Él suspiró. —Me duele más pensar que nunca aprenderá si le seguimos resolviendo todo.

La tensión creció como una tormenta sobre nosotros. Los vecinos empezaron a murmurar: «La familia de los González ya no es lo que era». Mi abuela Rosa vino desde Puebla para intentar mediar.

—En mis tiempos, nadie dejaba a un hijo en la calle—dijo con voz temblorosa.

Pero papá estaba decidido. Decía que Julián debía «tocar fondo» para cambiar. Yo veía cómo mamá se marchitaba día tras día.

Un domingo por la tarde, Julián apareció en la puerta con una guitarra rota y los ojos hundidos.

—Sólo vine a despedirme—dijo. —Me voy a Querétaro con unos amigos que tienen una banda. Tal vez allá encuentre algo mejor.

Mamá lo abrazó como si fuera la última vez. Papá ni siquiera se levantó del sillón.

Los meses pasaron lentos y pesados. Yo seguía mis estudios, pero nada me llenaba. Empecé a ayudar en un comedor comunitario para jóvenes sin hogar. Ahí conocí historias peores que la nuestra: chicos expulsados por su orientación sexual, muchachas huyendo de violencia doméstica, niños solos desde los diez años.

Un día recibí una llamada inesperada:

—Cami… soy Julián. ¿Puedes ayudarme?

Su voz era apenas un susurro. Había enfermado y no tenía dinero ni para medicinas. Sin pensarlo dos veces tomé un camión a Querétaro con los pocos ahorros que tenía.

Cuando lo vi, casi no lo reconocí: flaco, pálido, pero con esa chispa en los ojos que siempre tuvo cuando hablaba de música.

—Perdón por todo…—me dijo entre lágrimas.—Sólo quería sentirme digno, no una carga.

Lo llevé al hospital público y luego rentamos juntos un cuartito en las afueras de la ciudad. Compartimos sopa instantánea y sueños rotos durante semanas. Poco a poco Julián se recuperó y consiguió tocar en bares pequeños por unas monedas.

Papá seguía sin hablarle. Mamá me llamaba cada noche para preguntar por él y llorar juntas al teléfono.

Un día Julián me miró serio:

—¿Tú crees que algún día papá entienda? ¿Que todos merecemos un lugar seguro donde dormir?

No supe qué responderle. En México hay millones como él: jóvenes expulsados por no cumplir expectativas imposibles, familias rotas por el orgullo o el miedo al «qué dirán».

Hoy escribo esto desde nuestro pequeño departamento compartido. No es lujoso ni grande, pero aquí nadie es un fantasma ni un vago; aquí somos hermanos intentando sobrevivir juntos.

A veces me pregunto: ¿Cuántos más tendrán que dormir bajo una banca antes de que entendamos que el derecho a un hogar no depende del éxito o del fracaso? ¿Cuándo aprenderemos a amar sin condiciones?