No soy la cuidadora: una historia de límites, familia y mi propia vida
—¡No puedes irte, Mariana! ¿Quién va a cuidar a mamá si no eres tú? —gritó mi cuñada, Lucía, con los ojos llenos de rabia y miedo.
Sentí cómo el corazón me latía en la garganta. El olor a sopa fría y medicamentos flotaba en el aire del pequeño departamento de mi suegra, doña Carmen. Afuera, la ciudad de México rugía con su tráfico y su vida, pero aquí adentro el tiempo se había detenido. Yo, Mariana Torres, la nuera, la esposa, la madre, la que siempre resuelve todo, estaba a punto de romperme.
No sé en qué momento mi vida dejó de ser mía. Cuando don Ernesto, mi suegro, murió de un infarto, la familia se desmoronó. Mi esposo, Javier, se refugió en el trabajo. Mis cuñadas, Lucía y Patricia, tenían sus propios problemas: una con tres hijos pequeños y la otra recién divorciada. Y entonces, como si fuera lo más natural del mundo, todos asumieron que yo debía dejar mi empleo de medio tiempo y dedicarme a cuidar a doña Carmen, que había quedado postrada tras un derrame cerebral.
—Mariana, tú eres tan buena, tan paciente… —me decían, como si fuera un halago, pero yo lo sentía como una condena.
Al principio, acepté. ¿Cómo no hacerlo? En nuestra cultura, cuidar a los mayores es casi sagrado. Pero nadie me preguntó si quería, si podía, si estaba lista para ver cómo la mujer que me enseñó a hacer tamales y a reírme de la vida se iba apagando poco a poco. Nadie pensó en mis hijos, en mi salud, en mis sueños.
Los días se volvieron una rutina de pastillas, pañales, gritos y silencios. Doña Carmen tenía días buenos y días malos. A veces me miraba con ternura y me decía: “Gracias, hija”. Otras veces, confundida, me insultaba o lloraba como una niña. Yo aguantaba. Aguantaba el cansancio, la soledad, el peso de la culpa cuando pensaba en mi propia madre, sola en Veracruz, o en mis hijos que me esperaban con la tarea sin hacer.
Javier llegaba tarde y cansado. —Es que el trabajo está pesado, amor. Tú sabes cómo es—. Y yo lo sabía, pero también sabía que él podía hacer más. Que todos podían hacer más. Pero era más fácil dejarme a mí.
Una noche, mientras cambiaba las sábanas manchadas de doña Carmen, sentí que algo dentro de mí se rompía. Me senté en el suelo y lloré en silencio. Pensé en mi juventud, en mis sueños de estudiar psicología, en las tardes de café con mis amigas, en las risas de mis hijos. ¿Dónde había quedado Mariana?
Al día siguiente, llamé a mi hermana Ana. —No puedo más —le confesé entre sollozos—. Siento que me estoy perdiendo.
—Tienes derecho a vivir tu vida, Mari —me dijo—. Nadie puede obligarte a sacrificarte así. ¿Por qué siempre las mujeres tenemos que cargar con todo?
Sus palabras me dieron fuerza. Empecé a buscar ayuda: hablé con una trabajadora social del DIF, pregunté por cuidadoras a domicilio, intenté organizar turnos con mis cuñadas. Pero todo era caro o complicado. Lucía me acusó de querer desentenderme. Patricia lloró y dijo que no podía con su depresión. Javier me miró como si lo estuviera traicionando.
—¿Y si fuera tu mamá? —me preguntó una noche, con voz dura.
—Si fuera mi mamá, yo no estaría sola —le respondí—. Mis hermanos vendrían, tú me ayudarías. Pero aquí todos se lavan las manos.
La tensión creció. Empezaron los reproches, las miradas frías en las reuniones familiares. Mis hijos me preguntaban por qué estaba siempre cansada, por qué ya no íbamos al parque. Yo me sentía invisible, atrapada en una jaula de expectativas ajenas.
Un día, doña Carmen tuvo una crisis. Llamé a la ambulancia y pasé la noche en urgencias. Nadie de la familia llegó. Nadie contestó el teléfono. Cuando regresé a casa al amanecer, supe que algo tenía que cambiar.
Esa tarde reuní a todos en la sala. Mi voz temblaba, pero no me detuve:
—No puedo seguir así. No soy la única responsable. Si no encontramos una solución entre todos, yo me voy. No puedo seguir perdiéndome.
El silencio fue brutal. Lucía lloró. Patricia se fue dando un portazo. Javier me miró como si no me reconociera.
—¿Y los valores familiares? —me gritó Lucía—. ¡Eres una egoísta!
—No es egoísmo —le respondí—. Es dignidad. Es amor propio. Si no me cuido yo, ¿quién lo hará?
Esa noche dormí en casa de Ana. Lloré mucho, pero también sentí alivio. Al día siguiente, Javier llegó con los ojos rojos. Me abrazó y lloró conmigo. Por primera vez en meses, hablamos de verdad. Decidimos buscar ayuda profesional, repartir los turnos y aceptar que no podíamos solos.
No fue fácil. Hubo más peleas, más lágrimas. Pero poco a poco, la carga se hizo más ligera. Volví a trabajar medio tiempo, a reír con mis hijos, a visitar a mi madre. Doña Carmen sigue enferma, pero ahora todos estamos presentes.
A veces me pregunto si hice lo correcto. ¿Fue egoísmo o valentía? ¿Hasta dónde llega el deber y dónde empieza el derecho a vivir nuestra propia vida?
¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que te exigen demasiado solo por ser mujer? ¿Dónde pones tus propios límites?