“No soy más que una vieja tonta”: El último día de la profesora Marta

—¡Mirá cómo tiembla la mano de la abuela! —gritó Tomás desde el fondo del aula, mientras yo intentaba escribir la fecha en el pizarrón. El polvo de la tiza se mezclaba con el sudor frío en mis dedos. Sentí las risas, primero tímidas, después abiertas, como una ola que me arrastraba lejos de la dignidad.

—¿Por qué no se jubila, profe? —insistió Lucía, con esa sonrisa cruel que nunca había visto en una chica de diecisiete años.

Me quedé quieta, con la espalda encorvada y los ojos clavados en el pizarrón. Pensé en los años que pasé en ese mismo salón, enseñando literatura a generaciones enteras. Pensé en los abrazos de los chicos del barrio, en los padres agradecidos, en las cartas que guardo en una caja azul bajo mi cama. Pero ese día, todo eso parecía tan lejano como mi juventud.

—¡Vieja tonta! —susurró alguien más, y sentí el golpe como si fuera físico.

No sé cuánto tiempo pasó. Solo recuerdo el zumbido de mi corazón y el temblor en mis piernas. Me di vuelta y vi los rostros: algunos divertidos, otros incómodos, unos pocos —muy pocos— avergonzados. Nadie dijo nada para defenderme.

—¿Saben qué? Tienen razón —dije con voz quebrada—. Soy una vieja tonta por pensar que todavía podía enseñarles algo.

El silencio fue absoluto. Dejé el libro sobre el escritorio y salí del aula. Afuera, en el pasillo, me apoyé contra la pared y lloré como no lloraba desde la muerte de mi esposo, hace ya quince años.

Mi nombre es Marta González. Tengo 68 años y he sido maestra toda mi vida. Nací en un barrio humilde de Avellaneda, hija de un obrero metalúrgico y una costurera. Mi papá siempre decía que la educación era la única herencia que podía dejarme. Por eso estudié con beca, por eso trabajé desde joven, por eso nunca me fui del sistema público aunque me ofrecieron mejores sueldos en colegios privados.

Pero hoy… hoy siento que todo eso fue en vano.

Cuando llegué a casa esa tarde, mi hija Florencia me esperaba con mate y bizcochitos. Me miró y supo que algo andaba mal.

—¿Qué pasó, mamá?

No pude hablar. Solo le mostré el video que ya circulaba por WhatsApp: yo, temblando frente al pizarrón, los chicos riendo, mi voz rota diciendo “soy una vieja tonta”.

Florencia me abrazó fuerte. —No les hagas caso, má. Son unos pendejos malcriados. No tienen idea de lo que valés.

Pero yo sí lo sabía. O al menos lo sabía antes de ese día.

Esa noche no dormí. Pensé en mis colegas: Silvia, que se jubiló hace dos años porque no aguantaba más la violencia; Jorge, que terminó internado por un pico de presión después de una pelea entre alumnos; Mariana, que sigue luchando sola para criar a sus hijos con un sueldo miserable.

Pensé también en mis alumnos buenos: Sofía, que me regaló un dibujo cuando su papá se quedó sin trabajo; Diego, que me escribió una carta cuando repetía de año; Camila, que me abrazó llorando cuando murió su abuela.

Pero esos chicos ya no están. Ahora hay celulares escondidos bajo las mesas, insultos disfrazados de chistes, indiferencia total ante cualquier intento de diálogo. ¿En qué momento perdimos el respeto?

Al día siguiente fui a la dirección a presentar mi renuncia. La directora, Alicia, intentó convencerme:

—Marta, no te vayas así. Los chicos son crueles pero te necesitan…

—No puedo más —le respondí—. No puedo seguir siendo invisible o peor aún: un blanco para su crueldad.

Salí del colegio con una bolsa llena de libros y recuerdos. En la puerta me crucé con Tomás y Lucía. Bajaron la mirada pero no dijeron nada. Yo tampoco pude decirles nada; sentí un nudo en la garganta.

En casa, Florencia llamó a mi hermana Rosa para contarle lo que había pasado. Rosa vino enseguida con empanadas y palabras dulces:

—Vos diste todo por esos chicos, Martita. No te merecés esto.

Pero yo solo podía pensar en las palabras de mi padre: “La educación es lo único que nadie te puede quitar”. ¿Será cierto? Porque hoy siento que me han quitado hasta las ganas de vivir.

Esa semana recibí mensajes de algunos exalumnos:

“Profe Marta, gracias por enseñarme a amar los libros”.
“Siempre voy a recordar sus clases”.
“Perdón por no haberla defendido”.

Lloré mucho leyendo esos mensajes. Pero también sentí rabia: ¿por qué nadie habla cuando hace falta? ¿Por qué el silencio pesa tanto?

Hoy paso mis días entre libros viejos y plantas en el balcón. A veces salgo a caminar por el barrio y los vecinos me saludan con cariño. Pero algo se rompió adentro mío aquel día frente al pizarrón.

Me pregunto si algún día volveremos a valorar a quienes dedican su vida a enseñar. Si algún día los chicos entenderán que detrás de cada maestra hay una historia, una familia, un corazón que late fuerte aunque tiemble la mano.

¿Será posible reconstruir el respeto perdido? ¿O ya es tarde para soñar con aulas llenas de esperanza?