No soy Valentina – La historia de una niña perdida en su propio nombre
—¡No me llames Valentina! —grité, con la voz quebrada, mientras la taza de café temblaba en mis manos. Mi abuela, doña Rosa, me miró con ese gesto de resignación que solo tienen las mujeres que han visto demasiadas tormentas pasar por la vida. Afuera, el cielo de Medellín amenazaba con romperse en lluvia, y adentro, yo sentía que mi mundo se resquebrajaba igual.
Desde que tengo memoria, ese nombre me ha perseguido como una sombra. Valentina. Pero yo nunca me sentí Valentina. En la escuela, cuando la profesora llamaba lista y pronunciaba ese nombre, algo dentro de mí se encogía. Mis amigas —Lucía, Camila, Mariana— tenían historias claras, fotos de bebés enmarcadas en la sala y anécdotas de sus primeros pasos. Yo solo tenía silencios y miradas esquivas.
Mi abuela siempre evitó hablar del pasado. «Eso no te ayuda en nada, mija», decía mientras pelaba papas para el almuerzo. Pero yo sentía que había algo más, algo que no encajaba. ¿Por qué no tenía fotos de mi mamá? ¿Por qué nadie hablaba de mi papá? ¿Por qué cada vez que preguntaba por mi infancia, todos cambiaban de tema?
El día que todo cambió fue un martes cualquiera. Yo tenía diecisiete años y acababa de llegar del colegio. Encontré a una mujer sentada en la sala, con los ojos hinchados y las manos apretadas sobre el regazo. Mi abuela estaba a su lado, seria como nunca la había visto.
—Valentina —dijo la mujer con voz temblorosa—, soy tu mamá.
Sentí que el aire se volvía denso. Miré a mi abuela buscando una negación, una explicación, pero ella solo bajó la mirada. La mujer lloraba en silencio. Yo quería gritar, correr, desaparecer. ¿Mi mamá? ¿Dónde había estado todos estos años? ¿Por qué ahora?
La mujer —que se llamaba Patricia— me contó su historia entre sollozos. Que era muy joven cuando me tuvo, que no pudo cuidarme, que mi papá la había abandonado y ella cayó en la droga. Que mi abuela me recogió cuando yo apenas tenía dos años y me crió como si fuera suya. Que ella había estado en rehabilitación y ahora quería recuperarme.
No supe qué sentir. Rabia, tristeza, miedo… todo se mezclaba dentro de mí como un torbellino. Mi abuela intentó abrazarme pero yo la rechacé. Me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida.
Los días siguientes fueron un infierno. Patricia venía todos los días a verme, traía regalos y fotos viejas donde aparecía abrazando a un bebé que supuestamente era yo. Me hablaba de su vida, de sus errores, de su deseo de empezar de nuevo. Pero yo no podía perdonarla tan fácil. ¿Dónde estuvo cuando más la necesité? ¿Por qué ahora quería ser madre?
En el colegio, mis amigas notaron mi cambio. Mariana me preguntó si estaba bien y le conté todo entre lágrimas en el baño. Ella me abrazó fuerte y me dijo: «A veces la familia no es quien te da la vida sino quien te cuida». Esas palabras me acompañaron durante semanas.
Mi abuela sufría en silencio. Una noche la escuché llorar en la cocina y sentí una punzada de culpa. Ella me había dado todo: comida, techo, amor… pero nunca respuestas. ¿Era justo reclamarle ahora?
Patricia insistía en llevarme a vivir con ella a Bogotá. Decía que allá tendría mejores oportunidades, que podría estudiar en una buena universidad y empezar de cero. Pero yo no quería dejar a mi abuela ni a mi barrio ni a mis amigas. Sentía que si me iba perdería lo poco que tenía seguro.
Un día discutimos fuerte:
—¡Tú no eres mi mamá! —le grité a Patricia—. ¡No puedes venir ahora a arreglar todo como si nada!
Ella se arrodilló frente a mí y lloró desconsolada:
—Perdóname, hija… Solo quiero que me des una oportunidad.
Me quedé helada. Nunca nadie me había pedido perdón así. Sentí lástima pero también enojo.
Las semanas pasaron y la tensión crecía en casa. Mi abuela empezó a enfermarse; le costaba respirar y pasaba los días acostada viendo novelas viejas. Yo me sentía culpable por todo: por odiar a Patricia, por hacer sufrir a mi abuela, por no saber quién era realmente.
Una tarde lluviosa decidí buscar respuestas por mi cuenta. Fui al hospital donde supuestamente nací y pedí mi acta de nacimiento. Allí estaba: «Valentina López Ramírez» hija de Patricia Ramírez y Juan López. Pero yo no recordaba a ninguno de los dos.
Volví a casa con el corazón apretado. Le mostré el papel a mi abuela y le pedí que me contara toda la verdad.
Ella suspiró largo y empezó a hablar:
—Tu mamá te dejó conmigo porque no podía cuidarte… Yo te crié como pude, pero siempre supe que algún día ella volvería por ti.
—¿Y mi papá? —pregunté con voz baja.
—Él se fue antes de que nacieras… Nunca quiso saber nada de ustedes.
Sentí un vacío inmenso. No tenía raíces, no tenía historia propia… solo fragmentos rotos de un pasado ajeno.
Esa noche soñé con una niña pequeña perdida en una estación de buses; nadie venía por ella y todos pasaban de largo. Me desperté llorando.
Al día siguiente fui a ver a Patricia. Le pedí que camináramos juntas por el parque del barrio.
—No sé si algún día pueda perdonarte —le dije— pero quiero intentarlo… Solo te pido que seas paciente conmigo.
Ella sonrió entre lágrimas y me abrazó fuerte.
Desde entonces hemos ido construyendo una relación lenta y dolorosa pero sincera. A veces siento rabia, otras veces ternura… pero sobre todo siento miedo: miedo de perder lo poco que he logrado reconstruir.
Mi abuela sigue enferma pero sonríe más seguido; dice que ahora entiende que el amor no es posesión sino libertad.
Hoy sigo buscando respuestas sobre quién soy realmente: ¿soy Valentina? ¿Soy solo una niña perdida buscando su lugar en el mundo? ¿O soy algo más?
A veces me pregunto: ¿cuántos de nosotros vivimos con nombres e historias que no nos pertenecen? ¿Cuántos hemos tenido que aprender a perdonar para poder seguir adelante?