No tan madre: Confesiones de una exnuera tras el divorcio
—¡Eso no es de una verdadera madre! —gritó doña Teresa desde la puerta, con la voz tan dura que hasta los pájaros del barrio se callaron. Yo estaba en la cocina, temblando, con las manos mojadas de lavar los platos del desayuno. Mi hijo Samuel jugaba en el patio con su carrito azul, ajeno a la tormenta que se avecinaba.
No sé en qué momento mi vida se volvió esto: una guerra fría entre paredes delgadas, donde cada palabra pesa como plomo. Hace seis meses que Julián, mi exesposo, se fue de la casa. Se llevó sus camisas, sus libros de derecho y hasta el televisor. Me dejó a Samuel y una montaña de cuentas por pagar. Y a su madre, doña Teresa, que desde entonces viene cada semana a recordarme lo que, según ella, me falta para ser una buena madre.
—Mire cómo anda ese niño, todo sucio y despeinado. ¿Así lo va a criar? ¿Eso aprendió de su mamá? —me dice mientras me clava los ojos.
Yo respiro hondo. No quiero llorar frente a ella. No otra vez. Pero por dentro me siento como una olla a presión. ¿Acaso no ve que hago lo que puedo? Trabajo en la panadería de doña Gladys desde las cinco de la mañana hasta el mediodía. Luego corro a recoger a Samuel del jardín infantil, le preparo el almuerzo y trato de ayudarle con las tareas. A veces no me alcanza ni para comprarle un jugo en la tienda.
Pero para doña Teresa nada es suficiente. Ella quería una nuera perfecta: sumisa, callada, siempre sonriente. Yo nunca fui así. Siempre tuve carácter, sueños propios. Por eso Julián se cansó de mí, o eso dice su mamá.
—Mi hijo merece algo mejor —me repite cada vez que puede—. Usted lo echó todo a perder con su terquedad.
A veces quisiera gritarle que Julián fue quien se fue, quien dejó a Samuel llorando en la puerta preguntando cuándo volvería papá. Pero me muerdo la lengua. No quiero más problemas.
Las vecinas cuchichean cuando paso por la calle. «Ahí va la divorciada», dicen bajito, pero yo las escucho. En este barrio nadie olvida ni perdona rápido. Mi mamá me llama cada noche desde Bello para preguntarme si ya comimos, si Samuel tiene zapatos nuevos, si yo estoy bien. Le miento: le digo que sí, que todo está bien, aunque a veces ceno solo pan con café.
Una tarde, mientras recogía la ropa del patio, escuché a Samuel hablando solo:
—¿Por qué papá no viene? ¿Será porque me porto mal?
Sentí un nudo en la garganta. Me arrodillé junto a él y lo abracé fuerte.
—No es tu culpa, mi amor —le susurré—. Papá te quiere mucho, solo que ahora vive en otra casa.
Pero ni yo me creía esa mentira piadosa.
El domingo pasado fue el cumpleaños de Samuel. Julián prometió venir. Samuel se puso su mejor camisa y esperó toda la tarde mirando por la ventana. Doña Teresa llegó temprano con un regalo caro y una torta de chocolate. Se sentó en la sala y empezó a dar órdenes como si todavía viviera aquí.
—Ponga los platos allá, Lucía. No deje que el niño corra por toda la casa. Mire que va a romper algo.
Yo solo asentía en silencio. Cuando dieron las seis y Julián no apareció, Samuel rompió a llorar desconsolado. Doña Teresa me miró con desprecio:
—¿Ve? Por su culpa mi hijo no quiere venir. Usted lo alejó de su propio hijo.
Esa noche lloré hasta quedarme dormida abrazando a Samuel. Me sentí sola, derrotada, como si todo el peso del mundo estuviera sobre mis hombros.
Un martes cualquiera, mientras barría el frente de la casa, doña Gladys se me acercó:
—Lucía, no le haga caso a esa señora —me dijo bajito—. Usted es buena mamá. Yo la veo todos los días luchando por ese niño.
Sus palabras fueron como un bálsamo en medio del dolor. Pero el juicio social seguía ahí, implacable.
Un día recibí una citación del juzgado: Julián pedía la custodia compartida de Samuel. Sentí miedo y rabia al mismo tiempo. ¿Ahora sí quería ser padre? ¿Después de meses sin llamar ni preguntar por su hijo?
Fui al juzgado con las manos sudorosas y el corazón en la boca. Julián llegó impecable, con su traje caro y su sonrisa falsa. Doña Teresa estaba detrás de él como una sombra.
—Señora Lucía —dijo el juez—, ¿tiene algo que decir?
Me temblaban las piernas pero hablé:
—Señor juez, yo solo quiero lo mejor para mi hijo. He hecho todo lo posible para darle amor y estabilidad. No tengo mucho dinero ni una casa grande, pero Samuel siempre tiene comida y cariño.
Julián me miró con frialdad:
—No estoy diciendo que Lucía sea mala madre —dijo— pero creo que Samuel estaría mejor conmigo y con mi mamá.
Sentí que me arrancaban el corazón del pecho.
El juez decidió mantener la custodia conmigo pero permitió visitas supervisadas para Julián. Doña Teresa salió furiosa del juzgado:
—Esto no se va a quedar así —me susurró al oído—. Usted no merece ese niño.
Esa noche no pude dormir pensando en todo lo que había perdido: mi matrimonio, mi tranquilidad, mi reputación en el barrio… Pero cuando vi a Samuel dormido a mi lado, supe que tenía que seguir adelante.
Poco a poco aprendí a ignorar los comentarios malintencionados y las miradas de reojo. Empecé a ahorrar para mudarme a un barrio donde nadie conociera mi historia. Samuel empezó a sonreír más seguido y yo volví a reírme con él.
Un día, mientras caminábamos juntos al parque, Samuel me tomó de la mano y me dijo:
—Mami, eres la mejor mamá del mundo.
Sentí que todo valía la pena.
Ahora entiendo que ser madre no es cumplir con las expectativas ajenas ni vivir para complacer a otros. Es amar sin medida, resistir las tormentas y levantarse cada vez que uno cae.
¿Quién decide qué es ser una «verdadera madre»? ¿Cuántas mujeres como yo tienen que cargar con culpas ajenas solo por atreverse a empezar de nuevo? Los leo…