No Todos Nacen con Estrella: La Historia de Zoe
—¡Mamá, por favor, ayúdanos!— La voz de Julián temblaba al otro lado del teléfono. Eran las dos de la mañana y yo, Zoe, apenas podía distinguir sus palabras entre sollozos y el ruido de fondo de la ciudad. Sentí un nudo en el estómago; sabía que algo grave pasaba.
No era la primera vez que mi hijo me llamaba en medio de la noche, pero esta vez su desesperación era distinta. Desde que Camila, mi nuera, quedó embarazada por tercera vez, todo se había vuelto cuesta arriba. Ella había planeado regresar a su trabajo como maestra en una primaria pública después de su licencia de maternidad, pero el destino tenía otros planes. El resultado positivo del test de embarazo fue recibido con lágrimas, no de alegría, sino de miedo.
Julián y Camila compraron su casa en Iztapalapa con mucho esfuerzo. Era pequeña, con paredes descascaradas y techos bajos, pero era suya. Cuando nació Emiliano, el segundo niño, apenas podían cubrir los gastos. Ahora, con otro bebé en camino y solo el sueldo de Julián como repartidor de comida por aplicación, la situación era insostenible.
—No sé qué hacer, mamá. No quiero perder la casa—me confesó Julián esa noche.
Yo tampoco tenía mucho para ofrecerles. Mi pensión apenas alcanzaba para mis medicinas y la renta del cuartito donde vivía desde que me separé de su papá. Pero el dolor de madre es más fuerte que cualquier limitación. Al día siguiente fui a verlos.
La casa olía a leche agria y pañales sucios. Camila estaba sentada en el suelo, con la mirada perdida y las manos temblorosas. Emiliano lloraba en una esquina mientras Valeria, la mayor, intentaba calmarlo con un trozo de pan duro.
—¿Por qué nos pasa esto a nosotros?—susurró Camila sin mirarme.
No supe qué responderle. Recordé mi propia infancia en Veracruz, cuando mi mamá vendía tamales en la esquina para que yo pudiera ir a la escuela. Pensé en todo lo que había sacrificado para que Julián tuviera una vida mejor. ¿De qué había servido?
Las semanas siguientes fueron un infierno. Julián trabajaba hasta catorce horas diarias y aun así no alcanzaba para pagar la hipoteca y los servicios. Camila empezó a vender gelatinas en la calle con Valeria a su lado, bajo el sol ardiente y entre los gritos de los vendedores ambulantes.
Una tarde, mientras ayudaba a Camila a preparar las gelatinas, explotó la tensión acumulada.
—¡Esto no es vida!—gritó ella, lanzando un molde al suelo—. ¡No puedo más!
—Camila, tienes que ser fuerte por tus hijos—le dije suavemente.
—¿Y quién es fuerte por mí?—me respondió con lágrimas en los ojos.
Me quedé callada. Yo también estaba cansada. Cansada de ver cómo la pobreza nos robaba la esperanza día tras día.
La familia empezó a fracturarse. Julián llegaba tarde y evitaba hablar con Camila. Una noche lo escuché llorar en silencio en el patio trasero.
—¿Por qué no puedo darle una vida digna a mi familia?—me preguntó sin mirarme.
Intenté abrazarlo, pero él se apartó. El orgullo herido es más fuerte que el hambre.
Las discusiones se volvieron rutina. Camila le reclamaba a Julián por no buscar otro trabajo; él le reprochaba por haber quedado embarazada otra vez. Valeria dejó de hablar y Emiliano empezó a mojar la cama todas las noches.
Un día recibimos una notificación del banco: si no pagaban la hipoteca ese mes, perderían la casa. Julián se encerró en el baño durante horas. Temí lo peor.
Esa noche me senté junto a Camila en la cama destartalada.
—¿Alguna vez pensaste en irte?—le pregunté.
Ella me miró sorprendida.
—A veces sueño con desaparecer… pero luego veo a mis hijos dormidos y sé que no puedo abandonarlos.
La entendí mejor que nadie. Yo también quise huir muchas veces cuando Julián era niño y su papá llegaba borracho a golpearme. Pero me quedé por él.
Al día siguiente fui al mercado a vender mis aretes tejidos. No gané mucho, pero compré un kilo de frijoles y algo de pan para los niños. Esa noche cenamos juntas en silencio.
La noticia del embarazo se esparció entre los vecinos. Algunos murmuraban que era irresponsabilidad; otros ofrecieron ayuda con ropa usada o comida. En México todos opinan pero pocos ayudan realmente.
Un domingo llegó mi hermana Lucía desde Ecatepec con una bolsa llena de arroz y lentejas.
—No están solos—nos dijo abrazándonos fuerte.
Por primera vez en meses sentí un poco de alivio. La familia es complicada pero también es refugio cuando todo lo demás falla.
Julián consiguió un segundo trabajo limpiando vidrios en los semáforos por las mañanas antes de repartir comida. Camila empezó a cuidar niños del barrio para ganar unos pesos extra. Yo tejía más aretes hasta que me dolían las manos.
No era suficiente para vivir bien, pero al menos logramos pagar ese mes la hipoteca y evitar que los desalojaran.
A veces me pregunto si algún día saldremos de este círculo de pobreza y sacrificio. ¿Cuántas familias como la mía viven así cada día en América Latina? ¿Hasta cuándo tendremos que elegir entre sobrevivir o soñar?
¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que la vida les exige más de lo que pueden dar?