Nunca Esperé Esto de Mis Padres: El Día Que Me Cerraron la Puerta en la Cara
—¡No puedo más, mamá! ¡No puedo más! —grité, golpeando la puerta de la casa donde crecí, con las manos temblorosas y los ojos hinchados de tanto llorar. La noche era fría en Medellín y la lluvia caía como si el cielo también estuviera llorando conmigo. Mi blusa estaba empapada y el maquillaje corrido por las mejillas. Sentía el corazón a punto de estallar.
Mi papá abrió la puerta apenas unos centímetros, lo suficiente para verme, pero no para dejarme entrar. Detrás de él, mi mamá asomó la cabeza, su expresión dura, casi desconocida para mí.
—¿Otra vez, Mariana? —dijo mi mamá, cruzando los brazos—. ¿Qué pasó ahora con Julián?
—Mamá, por favor… sólo quiero quedarme aquí esta noche. No puedo volver a esa casa —sollocé, sintiendo cómo la desesperación me ahogaba.
Mi papá suspiró fuerte, como si mi presencia fuera una carga. —Hija, ya eres una mujer casada. Tienes que aprender a arreglar tus problemas con tu esposo. No puedes venir corriendo cada vez que discuten.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Cómo podían decirme eso? ¿No veían el miedo en mis ojos? ¿No escuchaban el temblor en mi voz?
—Papá, sólo necesito una noche… —intenté suplicar.
Pero mi mamá negó con la cabeza. —Mariana, tú siempre has sido tan sensible, tan exagerada. Julián es un buen hombre. Seguro fue un malentendido. Anda, regresa a tu casa y habla con él como adultos.
La puerta se cerró en mi cara. El golpe resonó más fuerte que cualquier grito de Julián.
Me quedé allí, bajo la lluvia, sintiéndome invisible. Saqué el celular y marqué a mi amiga Camila. Su voz fue un bálsamo: “Ven a mi casa, Mari. Aquí tienes un lugar”.
Mientras caminaba bajo la tormenta hacia el apartamento de Camila, recordé cómo empezó todo. Julián y yo nos conocimos en la universidad. Él era carismático, seguro de sí mismo; yo era tímida, callada, siempre buscando complacer a los demás. Al principio me sentí afortunada de que alguien como él se fijara en mí.
Pero después del matrimonio, algo cambió. Sus palabras se volvieron cuchillos: “Eres una inútil”, “Nadie te va a querer como yo”, “Tus padres tienen razón, eres demasiado dramática”. Cada vez que discutíamos y yo buscaba apoyo en mi familia, ellos me decían lo mismo: “Julián es trabajador”, “Tienes que ser más comprensiva”, “No hagas una tormenta en un vaso de agua”.
Esa noche la discusión fue peor que nunca. Julián llegó tarde y olía a licor. Le pregunté dónde había estado y explotó:
—¡Deja de interrogarme! ¡Siempre estás inventando cosas! —me gritó, arrojando las llaves sobre la mesa.
Intenté calmarlo, pero él siguió insultándome hasta que no pude más y salí corriendo con lo puesto. Pensé que mis padres serían mi refugio. Me equivoqué.
En casa de Camila me recibió con una taza de chocolate caliente y un abrazo largo. Me sentí humana otra vez.
—Mari, no tienes por qué aguantar esto —me dijo Camila—. Tus papás están equivocados. No es tu culpa.
Lloré como nunca antes. Me sentía culpable por todo: por no ser suficiente para Julián, por decepcionar a mis padres, por no tener el valor de irme antes.
Pasaron los días y mis padres no llamaron. Ni un mensaje preguntando si estaba bien. Julián sí lo hizo: primero mensajes dulces (“Perdóname, amor”), luego amenazas veladas (“Si no vuelves, te vas a arrepentir”).
Camila me ayudó a buscar trabajo y un pequeño cuarto en arriendo. Empecé a sentirme libre por primera vez en años, aunque el miedo seguía ahí, como una sombra pegada a mi espalda.
Un domingo decidí enfrentar a mis padres. Fui a su casa con las manos sudorosas y el corazón acelerado. Mi mamá abrió la puerta y me miró como si fuera una extraña.
—¿Vienes a contarnos más problemas? —preguntó seca.
—No, mamá —respondí con voz firme—. Vengo a decirles que me separé de Julián.
Mi papá dejó el periódico y me miró con desaprobación.
—¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Vas a vivir sola como una cualquiera? —espetó.
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.
—Voy a vivir como una mujer que merece respeto —dije, tragando saliva—. No vine a pedirles permiso ni apoyo. Sólo quería que supieran que estoy bien… aunque ustedes no lo entiendan.
Mi mamá se quedó callada. Mi papá negó con la cabeza y volvió al periódico.
Salí de esa casa sintiendo un dolor profundo pero también una extraña ligereza. Por primera vez en mi vida había hablado por mí misma sin esperar su aprobación.
Hoy escribo esto desde mi pequeño cuarto alquilado en Envigado. Trabajo en una librería y estudio por las noches para terminar mi carrera de psicología. A veces extraño a mis padres, pero ya no espero nada de ellos. Aprendí que la familia no siempre es quien te da la vida; a veces es quien te tiende la mano cuando más lo necesitas.
A las mujeres que leen esto y sienten que nadie las escucha: no están solas. Merecen respeto y amor propio antes que cualquier otra cosa.
Me pregunto… ¿cuántas veces hemos callado nuestro dolor para no incomodar a los demás? ¿Cuántas puertas cerradas necesitamos para aprender a abrir las nuestras?