Nunca Más Quiero Casarme: La Historia de Mariana
—¡Mamá, no me esperes despierta!— gritó Emiliano, azotando la puerta de la casa mientras la noche caía sobre el barrio de Villa del Sol, en las afueras de Córdoba. Sentí el eco de su voz como un puñal en el pecho. Me quedé sentada en la mesa, con la taza de té temblando entre mis manos. Había pasado tanto tiempo desde que alguien me preguntó cómo estaba yo, Mariana, y no solo la mamá de Emiliano, Lucía y Tomás.
A veces me pregunto cuándo fue que dejé de ser mujer para convertirme en sombra. Mi vida se fue llenando de rutinas: levantarme antes del amanecer para preparar el desayuno, correr tras el colectivo para llegar al hospital donde trabajo como enfermera, volver a casa con los pies hinchados y la espalda rota, solo para encontrarme con una montaña de platos sucios y los gritos de mis hijos peleando por el control remoto.
Mi matrimonio con Ricardo fue una tormenta disfrazada de verano. Al principio, creí que el amor todo lo podía. Pero con los años, sus palabras se volvieron cuchillos y sus ausencias, abismos. Cuando me dejó por otra mujer, yo tenía 37 años y un hijo pequeño en brazos: Tomás. Mis otros dos hijos, Emiliano y Lucía, apenas entendían por qué papá ya no venía a casa.
—No llores, mamá —me decía Lucía, con sus manitos tibias en mi mejilla—. Nosotros estamos acá.
Pero yo lloraba igual, en silencio, cuando todos dormían. Lloraba por los sueños rotos y por el miedo a no poder sola. En mi barrio, ser madre soltera es casi una condena. Las vecinas cuchichean detrás de las cortinas: «¿Viste? Mariana otra vez sola…». Los hombres me miran con lástima o con deseo, pero nunca con respeto.
Un día, mientras doblaba la ropa en el patio, mi madre vino a visitarme. Su voz era dura como siempre:
—Vos te lo buscaste, Mariana. ¿Quién te manda a confiar tanto en los hombres? Mirá cómo terminaste.
Sentí rabia y vergüenza mezcladas. ¿Por qué siempre somos las mujeres las que cargamos con la culpa? ¿Por qué nadie le pregunta a Ricardo por qué abandonó a sus hijos?
Los años pasaron y aprendí a sobrevivir. Trabajé doble turno cuando Emiliano se metió en problemas con la policía. Vendí empanadas los fines de semana para pagarle los estudios a Lucía. Me privé de todo para que Tomás tuviera un cumpleaños digno. Nunca tuve vicios ni lujos; mi único pecado fue amar demasiado y esperar algo a cambio.
A veces, cuando llegaba exhausta del hospital, me sentaba en la cama y miraba mi reflejo en el espejo rajado del ropero. Ya no era la joven risueña que soñaba con una familia feliz. Era una mujer cansada, pero fuerte. Una mujer que aprendió a no esperar nada de nadie.
Una tarde de verano, Lucía llegó llorando a casa:
—Mamá, estoy embarazada —me dijo, temblando.
La abracé fuerte. Sentí miedo por ella, pero también orgullo. Sabía que podía contar conmigo, como yo nunca pude contar con nadie.
Emiliano, en cambio, se fue alejando cada vez más. Se juntó con una banda del barrio y empezó a consumir. Una noche no volvió. Lo busqué por hospitales y comisarías hasta que lo encontré dormido en una plaza.
—¿Por qué hacés esto? —le pregunté entre lágrimas.
—Porque estoy cansado de verte sufrir —me respondió—. Porque siento que nunca voy a ser suficiente.
Me dolió escucharlo. Me di cuenta de que mis sacrificios también habían dejado cicatrices en ellos.
Tomás creció callado y observador. Un día me dijo:
—Mamá, ¿vos alguna vez fuiste feliz?
No supe qué responderle. Tal vez nunca lo fui del todo, pero sí estaba orgullosa de haberlos criado con amor y dignidad.
Hace poco cumplí 50 años. Mis hijos ya son adultos y cada uno sigue su camino. Lucía es madre soltera como yo; Emiliano está en recuperación; Tomás estudia para ser maestro rural. A veces me preguntan si no quiero rehacer mi vida, si no extraño tener pareja.
La verdad es que no. Con los años entendí que ya nunca más quiero casarme. No quiero volver a perderme en otro nombre ni en otra historia ajena. Aprendí a disfrutar mi soledad: leer un libro sin interrupciones, tomar mate en silencio mientras escucho la lluvia golpear el techo de chapa.
A veces siento nostalgia por lo que pudo haber sido. Pero también siento alivio por lo que ya no es. No necesito un hombre para sentirme completa; me tengo a mí misma y eso basta.
Hoy miro hacia atrás y veo todo lo que logré sola. No fue fácil ni justo, pero fue real. Y si pudiera volver atrás, tal vez haría algunas cosas diferente… pero nunca dejaría de ser madre ni dejaría de luchar por mis hijos.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron que la vida les exigió demasiado solo por ser mujeres? ¿Vale la pena seguir esperando algo de los demás o es mejor aprender a vivir para una misma?