Olvidada por los míos: El grito silencioso de una madre

—¿Por qué no contestan? —me pregunté en voz baja, mientras el sonido monótono de la lluvia golpeaba los cristales y el reloj de la sala marcaba las seis de la tarde. El teléfono fijo, ese aparato que antes no paraba de sonar, llevaba semanas en silencio. Mis hijos, Mariana y Esteban, parecían haberse evaporado del mundo.

Me levanté del sillón con esfuerzo, sintiendo el peso de los años en las rodillas. Caminé hasta la ventana y miré la calle vacía, los charcos reflejando el cielo gris de este barrio de Buenos Aires que tantas veces recorrí de la mano de mis pequeños. Ahora, ni sus voces ni sus risas llenaban la casa. Sólo quedaba el eco de mis propios pensamientos.

Hace años, cuando mi esposo falleció, juré que nunca dejaría que la soledad me venciera. Pero nadie te prepara para el abandono silencioso de tus propios hijos. Mariana vive en Córdoba, Esteban en Rosario. Ambos con sus familias, sus trabajos, sus vidas tan llenas que ya no hay espacio para una madre vieja y cansada.

Esa tarde, decidí llamarlos una vez más. Marqué el número de Mariana primero. Sonó largo rato hasta que finalmente contestó su hija, mi nieta Sofía.

—Hola abuela, ¿qué pasa?
—Hola mi amor, ¿está tu mamá?
—Está ocupada, abuela. ¿Le digo que llamaste?
—Sí, por favor…

Colgó antes de que pudiera decirle cuánto la extraño. El corazón me latía fuerte, no de emoción sino de tristeza. Intenté con Esteban. Nadie contestó. Ni siquiera el buzón de voz.

Me senté otra vez y miré las fotos familiares sobre la repisa: cumpleaños, navidades, veranos en Mar del Plata. ¿En qué momento me convertí en un estorbo? ¿En qué momento mis hijos dejaron de necesitarme?

Esa noche apenas dormí. Soñé con mi esposo, con su voz dulce diciéndome: “No te rindas, Rosa”. Al despertar, sentí una determinación nueva. No iba a dejar que me olvidaran como si fuera un mueble viejo.

Al día siguiente, preparé café y me senté a escribir una carta para cada uno. Les conté cómo me sentía: sola, olvidada, invisible. Les recordé todo lo que hice por ellos: las noches sin dormir cuando tenían fiebre, los sacrificios para pagarles la universidad, los abrazos cuando el mundo les daba la espalda.

Terminé cada carta con una advertencia: “Si no pueden o no quieren estar presentes en mi vida, venderé la casa y buscaré un lugar donde pueda vivir con dignidad y compañía. No quiero ser una carga para nadie, pero tampoco merezco ser invisible”.

Fui al correo y envié las cartas certificadas. Sentí miedo y alivio al mismo tiempo. ¿Y si se enojaban? ¿Y si simplemente no les importaba?

Pasaron tres días sin noticias. El cuarto día, Mariana llamó.

—Mamá… recibí tu carta. ¿Por qué no me dijiste antes que te sentías así?
—¿Cuándo hubiera podido? Siempre estás apurada, siempre hay algo más urgente que tu madre.
—No digas eso…
—Lo digo porque es verdad. No quiero pelearme contigo, hija. Sólo quiero saber si todavía tengo un lugar en tu vida.

Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono. Escuché a mis nietos peleando en el fondo.

—Mamá… yo también estoy cansada. El trabajo, los chicos… No es fácil para mí tampoco.
—Lo sé, Mariana. Pero yo ya hice mi parte. Ahora sólo pido un poco de compañía, una llamada de vez en cuando…

La conversación terminó con promesas vagas: “Voy a tratar”, “Te llamo más seguido”. No sentí consuelo.

Esa noche lloré como hacía años no lloraba. No era sólo tristeza; era rabia por haberme convertido en un fantasma para mis propios hijos.

Al día siguiente llegó Esteban sin avisar. Tocó la puerta con fuerza y entró casi corriendo.

—Mamá, ¿cómo vas a vender la casa? ¡Es nuestra historia!
—¿Nuestra historia? Hace meses que no venís ni a tomar un mate conmigo.
—Tengo trabajo, mamá…
—Siempre tenés trabajo. Pero yo también trabajé toda mi vida y nunca los dejé solos.

Esteban se quedó callado. Lo vi mirar las paredes llenas de fotos y recuerdos. Por primera vez noté culpa en sus ojos.

—¿Qué querés que haga? —preguntó al fin.
—Quiero que recuerdes que sigo viva. Que aunque sea vieja y a veces molesta, sigo siendo tu madre.

Nos sentamos juntos en la mesa de la cocina y tomamos mate como antes. Hablamos poco, pero sentí que algo se había roto entre nosotros; o tal vez algo se había reparado un poco.

Esa semana vinieron los dos más seguido. Mariana trajo a los chicos y cocinamos juntas empanadas como cuando era niña. Esteban arregló el grifo que perdía agua desde hacía meses.

Pero el miedo seguía ahí: ¿cuánto duraría esta atención? ¿Era real o sólo culpa pasajera?

Una tarde me animé a decirlo:

—No quiero que vengan sólo porque tienen miedo de que venda la casa o porque se sienten culpables. Quiero sentirme querida, no una obligación.

Mariana me abrazó fuerte y lloró conmigo.

—Perdón mamá… A veces uno se olvida de lo importante por andar corriendo detrás de lo urgente.

Esteban asintió en silencio y me besó la frente.

No sé si todo volverá a ser como antes. La soledad sigue acechando en los rincones de esta casa grande y vacía. Pero aprendí algo: a veces hay que gritar fuerte para que te escuchen los que más amas.

Ahora me pregunto: ¿Cuántas madres estarán pasando por lo mismo en este momento? ¿Cuántos hijos se darán cuenta demasiado tarde del dolor silencioso de sus padres?