Papá, ¿cómo me llamo?

—Papá, ¿cómo me llamo?

El silencio fue tan denso como la humedad que se colaba por las paredes de nuestra casa de lámina en las afueras de Tegucigalpa. Mi padre, con la mirada perdida en el vaso de guaro barato, apenas murmuró: —Eres mi pequeño milagro, hijo.

Tenía seis años y esa noche la lluvia golpeaba el techo como si quisiera arrancarlo. Mi madre, Lucía, lloraba en la cocina, secando platos que nunca terminaban de estar limpios. Yo no entendía por qué mi nombre era un misterio, ni por qué mi padre, Ernesto, evitaba mirarme a los ojos cuando le preguntaba cosas simples.

Crecí entre gritos ahogados y caricias a medias. Mis padres nunca planearon tenerme. Mamá me lo confesó una tarde, mientras lavaba ropa en el río: —Tu papá y yo éramos jóvenes, teníamos miedo. No sabíamos si podríamos darte lo que merecías. Pero llegaste, y aquí estamos, luchando.

La lucha era diaria. Ernesto trabajaba en la construcción, pero el dinero nunca alcanzaba. A veces, desaparecía por días, regresando con los ojos rojos y el cuerpo cansado. Mamá vendía tortillas en el mercado, y yo la ayudaba a cargar las canastas. Aprendí a leer los rostros de los clientes: algunos nos miraban con lástima, otros con desprecio.

Una tarde, mientras esperábamos a que papá regresara, mamá me abrazó fuerte. —Si alguna vez te sientes solo, recuerda que eres mi milagro. No importa lo que diga tu papá, ni lo que diga la gente. Tú vales mucho, ¿me oyes?

Pero yo quería más que ser un milagro. Quería ser alguien, tener un nombre, una historia propia. En la escuela, la maestra me llamaba “niño”, porque mi acta de nacimiento tenía un error: en el espacio del nombre, sólo decía “NN”. Nadie se había molestado en corregirlo. Mis compañeros se burlaban: —¡Mirá, ahí va el sin nombre!

El día que cumplí diez años, Ernesto llegó borracho y tiró la puerta. —¿Por qué no puedes ser como los demás? —gritó—. ¿Por qué tenías que venir a complicarnos la vida?

Mamá lo enfrentó, con el coraje de quien ya no tiene nada que perder. —¡No le hables así! Él no pidió nacer. ¡Nosotros lo trajimos al mundo!

Esa noche dormí en el patio, bajo la lluvia. Miré las estrellas y me pregunté si allá arriba habría alguien que supiera mi verdadero nombre.

Los años pasaron y la situación no mejoró. Ernesto perdió el trabajo y empezó a juntarse con gente peligrosa. Mamá enfermó de los pulmones, pero no había dinero para medicinas. Yo dejé la escuela para trabajar en el mercado, cargando bultos y vendiendo dulces. Cada día era una batalla contra el hambre y la desesperanza.

Un día, mientras barría el puesto de una señora llamada Doña Rosa, ella me preguntó:
—¿Y vos cómo te llamás, muchacho?

Me quedé callado. Sentí la vergüenza arderme en la cara. Ella me miró con ternura y dijo:
—No importa cómo te llames. Lo que importa es lo que haces con tu vida.

Esa frase se me quedó grabada. Empecé a soñar con un futuro diferente, aunque no sabía cómo alcanzarlo. Por las noches, escribía historias en hojas sueltas, inventando nombres para mí mismo: Juan, Mateo, Santiago… Nombres de héroes, de luchadores, de gente que no se rendía.

Cuando cumplí quince años, mamá murió. Ernesto no fue al entierro. Yo me quedé solo, con una caja de recuerdos y una pregunta que nunca me atreví a responder: ¿quién soy?

Intenté buscar a mi padre, pero ya no vivía en la ciudad. Dicen que se fue al norte, buscando trabajo en México o tal vez en los Estados Unidos. Nunca supe más de él. Yo me quedé en Tegucigalpa, sobreviviendo como podía.

Un día, mientras vendía dulces en un semáforo, un hombre bien vestido se me acercó. —¿Quieres trabajar conmigo? —me preguntó. Dudé, pero la necesidad era más fuerte que el miedo. Acepté.

El trabajo era duro, pero honesto: limpiar oficinas por las noches. Allí conocí a gente que me trató con respeto, que me preguntó mi nombre sin burlarse. Por primera vez, sentí que podía empezar de nuevo.

Con el tiempo, ahorré lo suficiente para sacar mi acta de nacimiento corregida. Fui al registro civil y, cuando me preguntaron qué nombre quería, respondí sin dudar:
—Me llamo Salvador. Porque eso es lo que quiero ser: alguien que salva, aunque sea un poco, su propia vida.

Hoy tengo veintidós años. Trabajo de día y estudio de noche. Sigo luchando, como mamá me enseñó. A veces, cuando la ciudad duerme y el silencio pesa, me pregunto si Ernesto piensa en mí, si alguna vez se arrepintió de no haberme dado un nombre, de no haberme abrazado cuando más lo necesitaba.

A veces me miro al espejo y veo en mis ojos el reflejo de todos los niños sin nombre, de todos los hijos no planeados que buscan un lugar en el mundo. Y me pregunto: ¿cuántos de nosotros seguimos esperando que alguien nos llame por nuestro verdadero nombre?

¿De verdad somos sólo milagros accidentales, o podemos convertirnos en la respuesta a nuestras propias preguntas?