Pensé que mi vida estaba acabada a los 64—hasta que mi perro trajo un caballo y un secreto enterrado
—¡Pancho! ¡Regresa ya, carajo!—grité desde la puerta de mi rancho, con la voz quebrada por el frío de la mañana y la costumbre de hablarle solo al viento. El eco se perdió entre los cerros de San Luis, donde el sol apenas se animaba a asomar. Mi perro, viejo y terco como yo, no volvía. Llevaba más de una hora fuera, y yo ya sentía ese hueco en el estómago que solo conocen quienes han perdido demasiado.
Desde que murió Ernesto, hace ocho años, la soledad se me pegó a la piel como el polvo rojo de estos caminos. Mis hijos, Lucía y Ramiro, se fueron a Buenos Aires buscando futuro; yo me quedé con las vacas, las gallinas y el huerto que apenas da para el mate y la sopa. A los 64 años, la vida parecía haberse detenido en una sucesión de días iguales: ordeñar, limpiar, cocinar para uno solo. Hasta esa mañana.
El ladrido de Pancho rompió el silencio. Salí apurada, con la bata encima del camisón y las botas embarradas. Lo vi venir corriendo desde el monte, pero no venía solo. Detrás de él, cojeando y cubierto de barro, apareció un caballo tordillo. Tenía una soga rota colgando del cuello y sangre seca en la pata trasera.
—¡Ay, Virgen Santa!—murmuré, llevándome la mano al pecho.
Pancho giró sobre sí mismo, ladrando como si quisiera contarme algo urgente. El caballo se detuvo frente a mí, temblando. Me acerqué despacio, recordando cómo Ernesto calmaba a los animales asustados.
—Tranquilo, amigo… Nadie te va a hacer daño aquí.
Le hablé bajito mientras revisaba la herida. Era profunda pero no mortal. Fui por agua tibia y vendas; Pancho no se apartó ni un segundo. Mientras curaba al animal, noté algo extraño: en su lomo había una marca quemada con hierro, un símbolo que reconocí al instante. Era el mismo que tenía el ganado de Don Ezequiel, el vecino con quien Ernesto había tenido una pelea feroz antes de morir.
El corazón me dio un vuelco. ¿Qué hacía ese caballo aquí? ¿Por qué Pancho lo había traído justo a mi puerta?
Esa noche no pude dormir. El caballo—al que llamé Fantasma—se quedó en el corral, comiendo pasto como si siempre hubiera vivido aquí. Yo miraba el techo de chapa y repasaba los últimos años: la muerte de Ernesto, la distancia con mis hijos, las cuentas sin pagar y ese silencio que a veces parecía gritarme cosas que no quería oír.
A la mañana siguiente, mientras preparaba mate cocido, escuché pasos en el patio. Me asomé y vi a Don Ezequiel parado junto al corral. Su figura alta y encorvada me trajo recuerdos amargos: la discusión por una cerca corrida, los gritos aquella noche en que Ernesto volvió con la cara ensangrentada.
—Buen día, Marta—dijo él, sin mirarme a los ojos—. Vine a buscar mi caballo.
Sentí una rabia vieja arderme en el pecho.
—Su caballo llegó solo. Y llegó herido.
Él suspiró hondo.
—Sé que no me cree capaz de cuidar nada… Pero ese animal es lo único que me queda desde que mis hijos se fueron al norte.
Nos quedamos callados un rato largo. El viento traía olor a tierra mojada y a pasado sin resolver.
—¿Por qué vino aquí?—pregunté finalmente.
Don Ezequiel bajó la cabeza.
—Porque Pancho lo trajo… Y porque sé que usted es buena gente, Marta. Mejor que yo.
No supe qué responderle. Me temblaban las manos mientras le devolvía el caballo. Antes de irse, Ezequiel se volvió y me miró con los ojos llenos de algo parecido al arrepentimiento.
—Ernesto era mi amigo antes de todo eso… Yo nunca quise que terminara así.
Me quedé sola otra vez, pero algo había cambiado. Esa tarde recibí una llamada inesperada: Lucía quería venir a visitarme con sus hijos. Dijo que extrañaba el olor del campo y las historias junto al fuego.
Esa noche, mientras Pancho dormía a mis pies y el viento golpeaba las ventanas, sentí por primera vez en años que la vida podía sorprenderme todavía. Pensé en Fantasma, en Don Ezequiel y en todas las cosas que nunca nos decimos por orgullo o miedo.
Unos días después, Lucía llegó con sus chicos. La casa se llenó de risas y carreras; hasta Pancho parecía rejuvenecer. Una tarde, mientras pelábamos papas juntas, Lucía me preguntó:
—Mamá… ¿Por qué nunca hablaste de lo que pasó con papá y Don Ezequiel?
Me quedé helada. No quería revolver ese dolor, pero entendí que era hora de enfrentar los fantasmas.
—Porque tenía miedo… Miedo de descubrir verdades que no quería aceptar.
Lucía me abrazó fuerte.
—Ya es hora de dejar ir el pasado, mamá.
Esa noche soñé con Ernesto: estaba joven otra vez, riendo bajo el algarrobo grande del patio. Al despertar sentí una paz nueva; como si por fin pudiera respirar hondo sin que me doliera el pecho.
Hoy escribo esto sentada en la galería, viendo a Pancho dormir bajo el sol y a Fantasma pastar tranquilo en el corral vecino. La vida me enseñó que nunca es tarde para sanar heridas ni para abrirle la puerta a lo inesperado.
¿Será posible empezar de nuevo después de tanto dolor? ¿Cuántos secretos guardamos por miedo a perder lo poco que nos queda? Los leo…