Perdí la salud, pero no a mi familia: La historia de Julián
—¡Julián, frena! ¡Frena ya!— gritó Mariana, mi esposa, mientras el camión se nos venía encima en la autopista a Saltillo. Todo fue tan rápido: el chirrido de las llantas, el golpe seco, el olor a gasolina y metal quemado. Después, solo oscuridad y el eco lejano de las voces de mis hijos llorando en el asiento trasero.
Desperté en el hospital, con la luz blanca lastimando mis ojos y un dolor punzante en la espalda. Mariana estaba a mi lado, con los ojos hinchados de tanto llorar. —Amor, sobreviviste— susurró, apretando mi mano. Pero yo no sentía nada de la cintura para abajo. El doctor me lo confirmó horas después: “Julián, tienes una lesión medular. No volverás a caminar”.
Antes del accidente, yo era el alma de todas las fiestas. En Monterrey todos me conocían: el Julián alegre, el que nunca decía que no a una carne asada ni a una cerveza con los amigos. Mi empresa de construcción iba viento en popa; tenía más de veinte empleados y hasta me acababa de comprar una camioneta último modelo. Mis hijos, Camila y Emiliano, eran mi orgullo. Mariana y yo llevábamos quince años juntos y todavía nos reíamos como adolescentes.
Pero después del accidente, todo cambió. Los primeros días en casa fueron una pesadilla. No podía moverme sin ayuda; Mariana tenía que bañarme, cambiarme y hasta darme de comer cuando los temblores me ganaban. Sentía que era una carga para todos. Mi suegra, Doña Lupita, no ayudaba mucho con sus comentarios: —Ay hija, yo te dije que Julián siempre iba muy rápido… ahora mira lo que pasó—. Mariana solo apretaba los labios y me defendía, pero yo veía el cansancio en sus ojos.
La empresa también empezó a tambalearse. Mi socio y amigo de toda la vida, Ricardo, intentó mantener todo en orden, pero sin mí las cosas no fluían igual. Los clientes empezaron a irse con la competencia y los empleados se quejaban porque ya no había quien los motivara. Una tarde escuché a Ricardo hablando por teléfono en la oficina improvisada en mi casa:
—No sé cuánto más podamos aguantar… Julián ya no es el mismo y los clientes lo notan—.
Sentí rabia e impotencia. ¿Cómo podía perderlo todo tan rápido? ¿Por qué la vida me castigaba así?
Mariana intentaba animarme todos los días. —Julián, eres más que tus piernas. Eres mi esposo, el papá de nuestros hijos. Ellos te necesitan fuerte—. Pero yo solo quería encerrarme en mi cuarto y no ver a nadie. Mis amigos dejaron de visitarme poco a poco; ya no era divertido estar conmigo. Solo quedaba mi compadre Sergio, que venía cada viernes con una pizza y una sonrisa forzada.
Una noche escuché a Camila llorando en su cuarto. Entré como pude con la silla de ruedas y la encontré abrazando su osito.
—¿Por qué ya no vas a mis partidos de fútbol, papi?— preguntó entre sollozos.
Sentí que el corazón se me rompía en mil pedazos. —Perdóname, hija… estoy aprendiendo a ser tu papá otra vez— le dije, tratando de no llorar frente a ella.
El dinero empezó a escasear. Tuvimos que vender la camioneta y Mariana buscó trabajo como secretaria en una oficina del centro. Yo traté de ayudar con la empresa desde casa, pero cada llamada era un recordatorio de lo que había perdido. Una tarde Ricardo llegó con cara seria:
—Julián, tenemos que cerrar… No hay más contratos y no podemos pagarle al personal—.
Me sentí derrotado. Había fallado como proveedor, como jefe y como hombre. Mi papá vino desde Linares para hablar conmigo:
—Mira hijo, la vida da vueltas bien cabronas… pero uno tiene que aprender a bailar con lo que le toca— me dijo mientras me servía un café.
Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había perdido: mi independencia, mi empresa, mi orgullo… pero también pensé en lo que aún tenía: Mariana seguía conmigo, mis hijos me abrazaban cada día y Sergio seguía trayendo pizza los viernes.
Decidí buscar ayuda psicológica en un centro de rehabilitación del IMSS. Al principio me sentía ridículo hablando de mis sentimientos con extraños, pero poco a poco fui soltando el dolor y la rabia. Conocí a otros como yo: Don Ernesto perdió una pierna en un accidente laboral; Lupita quedó parapléjica tras un asalto; todos tenían historias duras pero seguían luchando.
Empecé a ir a las terapias físicas con más ganas. Mariana me acompañaba siempre que podía; Camila y Emiliano me esperaban afuera con dibujos y abrazos. Un día logré moverme solo de la cama a la silla sin ayuda y lloré como niño chico.
Con el tiempo, Mariana y yo aprendimos a comunicarnos mejor. Hablamos de nuestros miedos y frustraciones; peleamos mucho también, pero nunca dejamos de apoyarnos. Un día le pregunté si aún me amaba:
—Te amo más ahora que antes… porque eres valiente y porque sigues aquí con nosotros— me respondió entre lágrimas.
Poco a poco empecé a dar charlas motivacionales en escuelas y empresas sobre seguridad vial y resiliencia. Al principio me sentía expuesto contando mi historia frente a desconocidos, pero después entendí que podía ayudar a otros a valorar lo que tienen antes de perderlo todo.
La empresa nunca volvió a ser lo que era, pero abrí un pequeño despacho desde casa haciendo asesorías para proyectos de construcción accesible para personas con discapacidad. Ricardo se sumó como socio otra vez; juntos capacitamos a jóvenes albañiles para adaptar casas y oficinas.
Hoy sigo extrañando muchas cosas: correr tras mis hijos en el parque, bailar cumbia con Mariana en las fiestas familiares o manejar por la carretera rumbo a la playa. Pero aprendí que la vida sigue teniendo sentido si tienes amor y ganas de luchar.
A veces me pregunto si algún día dejará de doler lo perdido o si podré perdonarme por aquel accidente… ¿Ustedes creen que uno puede volver a ser feliz después de perderlo todo? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?