Perdí Todo, Pero Me Encontré: La Historia de Mariana en el Corazón de Medellín
—¿Así de fácil te vas, Julián? ¿Después de todo lo que hemos pasado juntos?— le grité, con la voz quebrada, mientras él recogía su maleta sin siquiera mirarme a los ojos. El sonido de la lluvia golpeando el tejado de nuestra casita en el barrio Buenos Aires de Medellín era lo único que llenaba el silencio entre nosotros. Mis hijos, Camila y Samuel, dormían en el cuarto contiguo, ajenos al terremoto que sacudía su mundo.
Julián no respondió. Cerró la puerta con un portazo y sentí que mi corazón se partía en mil pedazos. Me desplomé en el suelo, abrazando mis rodillas, y lloré como nunca antes. ¿Cómo iba a salir adelante sola, con dos niños pequeños y sin un peso en el bolsillo? Mi madre siempre decía: “Mariana, la vida no es fácil para nosotras las mujeres, pero tienes que ser fuerte”. Esa noche, por primera vez, sentí que no podía serlo.
Al día siguiente, llevé a Camila y Samuel donde mi tía Lucía. Ella vivía unas cuadras más arriba y siempre había sido mi refugio. —Mija, no se me venga abajo. Los hombres van y vienen, pero los hijos son para siempre— me dijo mientras me servía un tinto caliente. Yo apenas podía sostener la taza; las manos me temblaban.
Los días siguientes fueron una pesadilla. No tenía trabajo fijo, solo hacía arepas para vender en la esquina y a veces ayudaba a doña Rosa con la limpieza de su casa. El dinero no alcanzaba ni para el arroz. Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, escuché a Camila preguntarle a Samuel: —¿Por qué papi ya no viene?—. Sentí una puñalada en el pecho. ¿Qué podía decirles? ¿Que su papá nos había cambiado por otra mujer? ¿Que yo no era suficiente?
La rabia me quemaba por dentro. Recordé todas las veces que Julián prometió que íbamos a salir adelante juntos, que íbamos a tener nuestra propia panadería algún día. Todo era mentira. Una noche, después de acostar a los niños, me miré al espejo y vi a una mujer derrotada, con ojeras profundas y el cabello desordenado. Pero también vi algo más: una chispa de coraje que nunca antes había sentido.
Decidí que no iba a dejarme vencer. Empecé a levantarme más temprano para hacer más arepas y venderlas en la estación del tranvía. Al principio me daba vergüenza; sentía que todos me miraban con lástima. Pero poco a poco fui ganando clientes: don Ernesto, el portero del colegio; doña Gladys, la señora del puesto de flores; hasta los muchachos del bus me saludaban con cariño.
Un día, mientras vendía mis arepas bajo la lluvia, una señora elegante se me acercó. —¿Usted es Mariana?— preguntó. Asentí, nerviosa. —Me han dicho que sus arepas son las mejores del barrio. ¿Le gustaría venderlas en mi cafetería?—. No lo podía creer. Era como si Dios me estuviera dando una segunda oportunidad.
Acepté sin pensarlo dos veces. Empecé a trabajar en la cafetería de doña Teresa y pronto mis arepas se hicieron famosas en todo el sector. Con el dinero que ganaba pude pagar el arriendo y comprarle zapatos nuevos a Camila para el colegio. Samuel dejó de preguntar por su papá y empezó a ayudarme en la cocina los fines de semana.
Pero no todo fue fácil. Un día Julián apareció de nuevo, borracho y arrepentido. —Mariana, perdóname… cometí un error— balbuceó en la puerta de mi casa. Los niños corrieron a abrazarlo y yo sentí una mezcla de rabia y compasión.
—¿Y ahora sí quieres ser padre? ¿Ahora sí te acuerdas de nosotros?— le dije, conteniendo las lágrimas.
Él lloró y prometió cambiar, pero yo ya no era la misma mujer sumisa de antes. Le permití ver a los niños, pero le dejé claro que mi vida ya no giraba alrededor suyo.
Con el tiempo, abrí mi propio local de arepas junto a la estación del tranvía. La gente venía de todas partes para probarlas y muchos me decían: —Mariana, usted es un ejemplo para todas nosotras—. Yo sonreía, pero por dentro aún sentía miedo: miedo a volver a caer, miedo a no ser suficiente para mis hijos.
Una tarde, mientras cerraba el local, Camila se acercó y me abrazó fuerte.
—Mami, yo quiero ser como tú cuando sea grande— me dijo con una sonrisa tímida.
En ese momento supe que todo el dolor había valido la pena. Que la Mariana que Julián abandonó ya no existía; ahora era una mujer fuerte, capaz de enfrentar cualquier tormenta.
A veces me pregunto si alguna vez podré perdonar del todo a Julián o si mis hijos crecerán sin resentimientos hacia él. Pero también me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo siguen luchando solas cada día? ¿Cuántas historias como la mía quedan sin contar?
¿Y tú? ¿Qué harías si tuvieras que empezar de cero con dos hijos y sin nada más que tu propio valor?