Perdón por lo que pasó: La historia de Mariana en Medellín
—¿Por qué me haces esto, Santiago? —le grité, con la voz quebrada, mientras sostenía en mis manos el celular que acababa de descubrir. Las fotos, los mensajes, las promesas que él le hacía a otra mujer. Todo estaba ahí, en la pantalla, como una puñalada directa al corazón.
Él no dijo nada. Solo bajó la cabeza y se quedó en silencio, como si el peso de su culpa lo aplastara. Afuera, la lluvia golpeaba los techos de las casas en nuestro barrio de Belén, en Medellín, y yo sentía que cada gota era un eco de mi llanto. Mi hija Valeria dormía en su cuarto, ajena al huracán que acababa de desatarse en nuestra casa.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que logré moverme. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en mi mamá, en cómo siempre me decía que el matrimonio era para toda la vida, que una mujer debía luchar por su familia. Pensé en mi papá, tan orgulloso de Santiago, su «yerno ejemplar». Pensé en Valeria, tan pequeña, tan inocente.
Al día siguiente, llamé a mi hermana Camila. —Cami, no puedo más —le susurré—. Santiago me engañó. No sé qué hacer.
Ella guardó silencio unos segundos y luego me dijo: —Mariana, tienes que ser fuerte. Pero piensa bien antes de tomar una decisión. La familia es lo más importante.
Esa frase me taladró la cabeza durante días. La familia es lo más importante. ¿Y yo? ¿Acaso yo no era importante? ¿Mi dignidad, mi dolor?
Santiago intentó disculparse. Me trajo flores, me escribió cartas, lloró frente a mí. —Fue un error, Mariana. No sé en qué estaba pensando. No quiero perderte a ti ni a Valeria.
Pero cada vez que lo miraba, solo veía las mentiras reflejadas en sus ojos. No podía dormir a su lado sin sentirme traicionada una y otra vez.
La noticia no tardó en llegar a mis padres. Mi mamá vino a verme con una olla de sancocho y un sermón preparado. —Mija, los hombres se equivocan. Pero uno debe perdonar. Piensa en tu hija. ¿Quieres que crezca sin su papá?
—No quiero que crezca viendo a su mamá destruida —le respondí con rabia contenida.
Mi papá fue más duro. —¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Volver a casa como si nada? ¿Dejar que la gente hable?
Sentí que nadie entendía mi dolor. Que todos esperaban que yo soportara la humillación por el bien de los demás. Pero yo ya no podía más.
Las semanas pasaron y la tensión en casa era insoportable. Santiago dormía en el sofá y yo apenas comía. Valeria empezó a preguntar por qué papá ya no la llevaba al parque o por qué mamá lloraba tanto.
Una noche, después de acostar a Valeria, me senté frente a Santiago y le dije:
—No puedo seguir así. Quiero el divorcio.
Él se quedó mudo, como si no pudiera creer lo que escuchaba. —Mariana, por favor…
—No hay nada más que decir —le interrumpí—. Ya no confío en ti.
El proceso fue un infierno. Mis padres dejaron de hablarme por semanas. Mi mamá lloraba cada vez que me veía y mi papá apenas me dirigía la palabra. Camila trataba de mediar, pero también tenía miedo de quedar mal con la familia.
En el trabajo, mis compañeras murmuraban a mis espaldas. «Pobrecita Mariana», decían unas; otras susurraban que seguro yo tenía la culpa por descuidar a Santiago.
Me sentí sola como nunca antes. Pero también empecé a descubrir una fuerza dentro de mí que no sabía que existía.
Un día, mientras caminaba por el centro de Medellín para ir al juzgado, vi a una mujer vendiendo arepas en la esquina. Tenía dos niños pequeños jugando a su lado y una sonrisa enorme en el rostro.
—¿Te ayudo con algo? —me preguntó cuando notó mi cara triste.
—Solo estoy pasando por un mal momento —le respondí sin entrar en detalles.
Ella me miró con compasión y me dijo: —Mija, la vida es dura pero uno siempre puede empezar de nuevo. Yo también pensé que no iba a poder sola… y aquí estoy.
Sus palabras me dieron esperanza. Si ella podía salir adelante con dos niños y una carreta de arepas, ¿por qué yo no?
Poco a poco empecé a reconstruir mi vida. Busqué ayuda psicológica para mí y para Valeria. Empecé a salir con amigas, a reírme otra vez, a disfrutar los pequeños momentos: un café caliente en la mañana, el abrazo de mi hija al despertar.
Con el tiempo, mi familia empezó a entenderme. Mi mamá me abrazó un día y me dijo: —Perdóname por no haberte apoyado desde el principio. Solo quería lo mejor para ti… pero ahora veo que lo mejor es verte feliz.
Mi papá tardó más en aceptarlo, pero finalmente me invitó a almorzar un domingo y hablamos como antes.
Santiago se fue del país poco después del divorcio. Al principio sentí rabia y tristeza; luego solo alivio.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de todo lo que he aprendido. No fue fácil romper con todo lo que conocía, desafiar las expectativas de mi familia y la sociedad. Pero valió la pena recuperar mi paz y mi dignidad.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres siguen callando su dolor por miedo al qué dirán? ¿Cuántas veces nos olvidamos de nosotras mismas por complacer a los demás? ¿Y tú… qué harías si estuvieras en mi lugar?