Perdóname, mi amor…

—¿Ya te despertaste, borracho? —La voz de Mariana me atravesó como un cuchillo. Abrí los ojos a medias, cegado por el sol que se colaba por la cortina rota del cuarto. El colchón olía a sudor y a cerveza rancia. Me revolví, buscando una sombra donde esconderme, pero no había refugio posible.

—Abre esos ojos sinvergüenza, quiero verte la cara —insistió Mariana, parada junto a la cama con los brazos cruzados. Su cabello negro estaba recogido en un chongo desordenado y sus ojos brillaban de rabia y cansancio.

—Perdóname, amor… —balbuceé, sintiendo la boca pastosa y el estómago revuelto.

—¿Perdón? ¿Otra vez? ¿Cuántas veces te tengo que escuchar lo mismo, Ernesto? —Su voz temblaba, pero no de miedo. Era furia contenida, la furia de quien ha esperado demasiado.

Me senté en la orilla de la cama, con la cabeza entre las manos. Afuera, los gritos de los niños jugando en la calle se mezclaban con el ruido lejano de los camiones y el silbido del gasero. Era una mañana cualquiera en la colonia Doctores, pero para mí era el infierno.

—No sé qué me pasa… —susurré, más para mí que para ella.

Mariana bufó y salió del cuarto. Escuché cómo arrastraba las sillas en la cocina y cómo le gritaba a nuestro hijo, Emiliano, que se apurara porque iba a llegar tarde a la secundaria. Me levanté tambaleando, buscando mi camisa entre la ropa tirada. El espejo del baño me devolvió una imagen que apenas reconocía: ojos hinchados, barba descuidada, piel grisácea. ¿En qué momento me convertí en esto?

Bajé la mirada y vi el frasco vacío de tequila junto al bote de basura. Recordé la noche anterior: los amigos del taller, las risas falsas, las promesas rotas. Siempre era igual. Prometía que solo sería una copa y terminaba arrastrándome a casa como un perro apaleado.

Cuando entré a la cocina, Emiliano ya estaba sentado con el uniforme arrugado y la mochila abierta. Mariana le servía café con leche y pan duro.

—Buenos días, hijo —intenté sonreírle.

Él ni siquiera levantó la vista. Mariana me miró con desprecio.

—No le hables así —me dijo en voz baja—. No tienes derecho.

Sentí un nudo en la garganta. Quise acercarme a Emiliano, pero él se levantó de golpe y salió corriendo sin despedirse. Mariana me miró como si yo fuera un extraño.

—¿Vas a ir al taller hoy o vas a quedarte aquí tirado como siempre?

—Voy a ir… lo prometo —dije sin convicción.

Ella soltó una risa amarga.

—Tus promesas no valen nada, Ernesto.

Me quedé solo en la cocina, escuchando el eco de sus palabras. Pensé en mi padre, que también había sido así: ausente, borracho, violento. Juré mil veces que yo sería diferente. Pero aquí estaba, repitiendo el mismo ciclo maldito.

Salí a la calle con el sol pegándome en la cara y las manos temblorosas. Caminé hasta el taller mecánico donde trabajaba desde hacía diez años. Don Rubén me recibió con una mirada dura.

—Llegas tarde otra vez —me dijo sin rodeos—. Si sigues así te voy a tener que correr.

Asentí en silencio y me puse el overol. El olor a aceite y gasolina me mareó. Pasé el día arreglando motores viejos y escuchando las bromas pesadas de mis compañeros. Nadie confiaba ya en mí; todos sabían que era cuestión de tiempo para que volviera a caer.

A mediodía recibí un mensaje de Mariana: “No regreses si vas a llegar borracho”. Sentí una punzada en el pecho. Pensé en irme directo a casa después del trabajo, pero al salir vi a Toño y al Chino esperándome afuera con una botella envuelta en papel periódico.

—¿Qué onda, Neto? ¿Un trago para el calor?

Dudé un segundo. Sabía que debía decir que no, pero mis manos ya buscaban el vaso plástico que me ofrecían. El primer trago quemó mi garganta y me hizo olvidar por un momento todo lo demás.

Cuando llegué a casa era casi medianoche. Mariana estaba sentada en la sala con los ojos rojos de tanto llorar.

—Te lo advertí —me dijo sin levantar la voz—. No quiero que Emiliano te vea así otra vez.

Me acerqué tambaleando.

—Por favor… no me dejes…

Ella negó con la cabeza.

—No puedo más, Ernesto. Ya no eres el hombre del que me enamoré.

Sentí que el mundo se me venía abajo. Me arrodillé frente a ella, llorando como un niño.

—Te juro que voy a cambiar…

—Eso dijiste ayer… y antier… y hace un mes…

La puerta del cuarto se cerró de golpe. Me quedé solo en la sala, abrazando mis rodillas y llorando en silencio.

Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había perdido: el respeto de mi hijo, el amor de mi esposa, mi dignidad. Recordé cuando Mariana y yo nos conocimos en una fiesta del barrio; cómo bailábamos cumbia hasta el amanecer y soñábamos con tener una casa propia lejos del ruido y la violencia. ¿En qué momento se torció todo?

A la mañana siguiente busqué ayuda. Fui al centro comunitario donde daban pláticas para alcohólicos. Me senté al fondo del salón y escuché las historias de otros hombres como yo: obreros, taxistas, vendedores ambulantes. Todos cargaban culpas parecidas; todos buscaban redención.

Al salir llamé a Mariana.

—Estoy buscando ayuda —le dije—. No quiero perderlos.

Ella guardó silencio unos segundos.

—Demuestra que puedes hacerlo —me respondió antes de colgar.

Los días siguientes fueron una lucha constante contra mí mismo. Cada vez que sentía ganas de beber pensaba en Emiliano; pensaba en Mariana fregando pisos para sacar adelante la casa mientras yo me destruía poco a poco. Empecé a llegar temprano al taller; Don Rubén notó el cambio y poco a poco volvió a confiar en mí.

Una tarde encontré a Emiliano haciendo tarea en la mesa del comedor. Me senté frente a él sin decir nada. Después de un rato levantó la vista.

—¿Vas a volver a tomar?

Negué con la cabeza.

—Estoy haciendo todo lo posible para no hacerlo… por ti… por tu mamá… por mí mismo.

Él asintió despacio y volvió a su cuaderno. No dijo nada más, pero esa noche dejó su puerta entreabierta cuando se fue a dormir.

Han pasado seis meses desde aquella mañana en que Mariana me enfrentó con su furia y su dolor. No ha sido fácil; cada día es una batalla contra mis demonios. Pero ahora puedo mirarme al espejo sin sentir vergüenza; puedo abrazar a mi hijo sin miedo al rechazo; puedo mirar a Mariana a los ojos y decirle que estoy luchando por ser mejor hombre.

A veces me pregunto si algún día podré perdonarme por todo el daño que causé. ¿Ustedes creen que uno puede realmente cambiar o estamos condenados a repetir los errores del pasado?