Por amor, por mi madre: El cruce en la Avenida Bolívar

—¿Disculpa, sabes dónde queda la Avenida Bolívar? Llevo media hora dando vueltas y nadie me sabe decir —pregunté, empapada hasta los huesos, mientras la lluvia golpeaba el asfalto y las luces de los carros se reflejaban en los charcos.

El muchacho frente a mí, alto, moreno, con una mochila negra cruzada al pecho, sonrió con una mezcla de picardía y cansancio. —¿Y si te digo que tampoco sé, pero te acompaño a buscarla? Caracas es un laberinto cuando uno tiene prisa.

No pude evitar soltar una risa nerviosa. —¿Ese es tu truco para conocer chicas? —le respondí, arqueando una ceja, aunque por dentro sentía que el mundo se me venía encima. Mi mamá estaba en esa clínica, esperando un tratamiento que no sabíamos si podríamos pagar. Y yo, Bárbara, la hija mayor de una familia rota por la migración y la crisis, no podía ni encontrar la maldita dirección.

—Me llamo Julián —dijo él, extendiendo la mano—. ¿Y tú?

—Bárbara —le respondí, aceptando su mano. Era cálida, firme. Por un segundo sentí que no estaba sola en esa ciudad que parecía tragarse a los que no tienen nada.

Caminamos juntos bajo el paraguas improvisado de su chaqueta. Me contó que venía de Maracay, buscando trabajo en Caracas porque allá ya no quedaba nada. Yo le conté lo justo: que mi mamá estaba enferma y que mi papá se había ido a Perú hace dos años, prometiendo mandar dinero que nunca llegó.

—¿Y tus hermanos? —preguntó Julián.

—Mi hermana menor está con una tía en Valencia. Yo soy la que quedó para cuidar a mi mamá —dije, sintiendo el peso de esas palabras como una piedra en el estómago.

La lluvia amainó cuando por fin vimos el letrero azul: “Clínica San Rafael”. Mi corazón latía tan fuerte que apenas podía respirar. Julián me miró con ternura.

—¿Quieres que te espere?

Negué con la cabeza. —Gracias por acompañarme. No sé qué habría hecho sin ti.

Entré corriendo. El olor a desinfectante me golpeó como un recordatorio cruel de la fragilidad de la vida. Mi mamá estaba en una camilla, pálida pero sonriente al verme.

—Mi niña… ¿trajiste las medicinas? —susurró.

Saqué el paquete arrugado de mi bolso. Había hecho milagros para conseguirlas: vendí mi teléfono, pedí favores a medio barrio y hasta acepté un préstamo de un vecino que siempre me miraba con demasiada atención.

—Aquí están, mamá. Todo va a salir bien —mentí, porque no sabía si podríamos pagar la operación del día siguiente.

Esa noche dormí en una silla dura junto a su cama. Afuera, Caracas seguía rugiendo: sirenas, gritos lejanos, el rumor constante de una ciudad herida. Pensé en Julián y en cómo su sonrisa había traído un poco de luz a mi tormenta personal.

Al día siguiente, mientras esperaba noticias del doctor, Julián apareció con dos cafés y una bolsa de pan dulce.

—No podía dejarte sola —dijo simplemente.

Me contó que había dormido en la terminal porque no tenía dónde quedarse. Me sentí egoísta por no haberle ofrecido un rincón en casa, pero la verdad era que apenas teníamos espacio ni para nosotras mismas.

El doctor salió al mediodía. Su cara era seria.

—La operación fue un éxito, pero necesitamos conseguir más medicinas para el tratamiento postoperatorio. Y… bueno, hay que pagar antes del alta —dijo sin rodeos.

Sentí que el mundo se partía en dos. Llamé a mi papá por WhatsApp, pero solo respondió con un mensaje corto: “No puedo ayudar ahora”. Mi tía en Valencia tampoco tenía cómo ayudarme. Miré a Julián y vi en sus ojos algo parecido a la rabia y la impotencia.

—Yo tengo unos ahorros —me dijo en voz baja—. No es mucho, pero podemos intentar juntos.

Me negué al principio. ¿Cómo aceptar ayuda de alguien que apenas conocía? Pero Julián insistió y juntos recorrimos media ciudad buscando farmacias donde aceptaran transferencias o trueques. Vendimos su reloj y algunos libros míos para completar lo necesario.

En esos días aprendí lo que significa confiar en un extraño cuando la familia te falla. También aprendí a perdonar a mi papá desde la distancia y a entender que todos hacemos lo que podemos para sobrevivir.

Una tarde, mientras mi mamá dormía y yo lloraba en silencio junto a su cama, Julián se sentó a mi lado.

—¿Sabes? Mi mamá también murió enferma porque no pudimos comprarle las medicinas. Por eso no quiero que pases por lo mismo sola —me confesó con los ojos llenos de lágrimas contenidas.

Lo abracé fuerte. Sentí que nuestras historias se entrelazaban en ese dolor compartido que solo quienes han perdido algo entienden realmente.

Cuando por fin dieron de alta a mi mamá, Julián me acompañó hasta la casa. Nos sentamos en el bordillo frente al edificio destartalado donde vivíamos y compartimos un arequipe barato mientras veíamos caer la tarde sobre Caracas.

—¿Y ahora qué sigue? —preguntó él.

—No sé —le respondí—. Pero sé que no quiero volver a sentirme sola nunca más.

Julián sonrió y me tomó la mano. Por primera vez en mucho tiempo sentí esperanza.

Hoy mi mamá sigue luchando por su salud y yo sigo luchando por nosotras dos. Julián consiguió trabajo en una panadería y cada noche cenamos juntos lo poco que tenemos. No sé si esto es amor o simplemente dos almas rotas tratando de sobrevivir juntas en una ciudad difícil.

Pero sí sé algo: a veces los extraños se convierten en familia cuando menos lo esperas.

¿Hasta dónde serías capaz de llegar por amor? ¿Alguna vez confiaste en alguien desconocido cuando más lo necesitabas?