¿Por fin libres… o apenas comenzamos?

—Camila, ¿por qué lloras otra vez? —me preguntó mi madre, con esa mezcla de cansancio y resignación que sólo una madre puede tener después de ver a su hija romperse tantas veces.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que el hombre al que amaba, el padre de mis hijos, era también mi mayor miedo? ¿Cómo decirle que cada vez que Julián llegaba oliendo a ron barato, mi corazón se encogía y mis manos temblaban, esperando el siguiente grito, el siguiente portazo, la próxima promesa rota?

Todo comenzó tan rápido. Nos conocimos en una fiesta de San Juan en mi barrio de Barranquilla. Julián era el alma de la fiesta: bailaba, reía, contaba historias que hacían reír hasta a los más serios. Me enamoré de su alegría, de su forma de mirar la vida como si todo fuera posible. A las pocas semanas me pidió matrimonio. Yo, ilusa y enamorada, acepté sin dudar.

—Camila, ¿te quieres casar conmigo? —me susurró una noche, con la voz pastosa y el aliento impregnado de aguardiente.

No vi la señal. Pensé que era sólo una noche más de fiesta, que todos en mi familia tomaban así en las celebraciones. Pero no era sólo eso. Pronto, las fiestas se volvieron excusas para beber. Las excusas se volvieron rutina. Y la rutina se volvió infierno.

Al principio, intenté justificarlo. «Está estresado por el trabajo», «es sólo una etapa», «cuando nazca nuestro hijo cambiará». Pero nada cambió. Cuando nació Samuel, Julián llegó borracho al hospital. No recuerdo si lloré más por el dolor del parto o por la vergüenza de verlo tambaleándose frente a los médicos.

Las peleas comenzaron a ser más frecuentes. Una noche, después de una discusión porque no había dinero para comprar pañales, me gritó:

—¡Tú no entiendes nada! ¡Yo trabajo todo el día y tú sólo sabes quejarte!

Vi en sus ojos algo que nunca había visto: rabia mezclada con desesperación. Esa noche dormí abrazada a Samuel, rezando para que Julián no volviera a gritar.

Mi familia empezó a notar los moretones en mis brazos, las ojeras profundas, el silencio incómodo cuando preguntaban por Julián. Mi madre me decía:

—Camila, hija, nadie merece vivir así. Pero yo no podía irme. ¿A dónde iba a ir con un bebé y sin trabajo? ¿Cómo iba a enfrentar la vergüenza de volver a casa derrotada?

Pasaron los años y nació Valeria. Pensé que una hija lo haría cambiar. Pero fue peor. Ahora tenía dos bocas más que alimentar y menos esperanza. Julián perdió su empleo en la fábrica por llegar ebrio varias veces. Empezó a vender cosas de la casa para comprar licor: primero el televisor, luego mi licuadora, después hasta los zapatos nuevos de Samuel.

Una tarde, mientras barría el patio, escuché a Valeria llorar desconsolada. Corrí y la encontré escondida debajo de la mesa.

—¿Qué pasa, mi amor?
—Papá… papá gritó muy feo —me dijo entre sollozos.

Esa noche supe que tenía que hacer algo. No podía permitir que mis hijos crecieran creyendo que el amor era miedo y gritos.

Fui a hablar con el padre Rafael de la parroquia. Me escuchó en silencio y luego me dijo:

—Camila, Dios quiere familias unidas, pero no a costa del sufrimiento ni del miedo. Tienes derecho a buscar ayuda.

Me dio el número de un grupo de apoyo para mujeres víctimas de violencia doméstica. Me temblaban las manos cuando llamé por primera vez. Al otro lado del teléfono una voz suave me dijo:

—No estás sola.

Empecé a asistir a las reuniones en secreto. Escuché historias peores que la mía: mujeres golpeadas, humilladas, otras que habían perdido hijos por culpa del alcoholismo de sus parejas. Pero también escuché historias de esperanza: mujeres que habían salido adelante, que habían encontrado trabajo, que habían vuelto a sonreír.

Un día, después de una pelea especialmente violenta —Julián rompió la puerta del cuarto y tiró mi celular contra la pared— decidí irme. Empaqué lo poco que quedaba en la casa: ropa para los niños, unas fotos viejas y mi fe rota pero aún viva.

Llegué a casa de mi madre con los ojos hinchados y los niños dormidos en brazos.

—Ya no puedo más —le dije apenas abrió la puerta.

Me abrazó fuerte y lloramos juntas mucho tiempo.

Los primeros meses fueron difíciles. Julián venía a buscarme borracho, gritaba en la calle, amenazaba con quitarme a los niños. Tuve miedo, mucho miedo. Pero poco a poco fui reconstruyendo mi vida: conseguí trabajo limpiando casas, Samuel empezó la escuela y Valeria volvió a sonreír.

A veces Julián llama y promete cambiar. Dice que me ama, que sin mí no es nada. Pero yo aprendí —a golpes— que el amor propio es más fuerte que cualquier promesa vacía.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres viven lo mismo en silencio? ¿Cuántos niños crecen creyendo que el amor duele? Yo elegí romper el ciclo por mis hijos y por mí.

¿Y tú? ¿Qué harías si tuvieras que elegir entre el amor y tu propia paz? ¿Cuántas veces hay que tocar fondo para decidir volar?