¿Por qué hay tamales en vez de asado?
—¿Por qué hay tamales en vez de asado? —preguntó Tomás, con ese tono seco que sólo usa cuando algo le molesta de verdad.
Me quedé quieta, cuchara en mano, con el vapor de los tamales empañando mis lentes. Afuera, los cohetes de la Navidad ya empezaban a sonar, y el aroma a pólvora se mezclaba con el del maíz y el guiso. La mesa estaba puesta para dos, pero el mantel parecía más grande que nunca.
—Porque Lucía me llamó ayer y me dijo que en su casa iban a hacer asado —respondí, tratando de sonar casual—. Pensé que podríamos variar un poco.
Tomás bufó. Miró la mesa como si le hubieran servido piedras. Desde que los chicos se fueron, cualquier cambio en la rutina lo pone nervioso. Antes, cuando Lucía y Matías vivían aquí, la casa era un caos: risas, peleas por el control remoto, platos sucios apilados. Ahora sólo quedamos nosotros dos, y el silencio pesa más que cualquier discusión.
—Siempre fue asado en Navidad —insistió él—. ¿Ahora resulta que cambiamos todo porque sí?
Me mordí el labio. No era sólo la comida. Era todo lo demás: las fotos de los chicos en la pared, el cuarto de Matías convertido en depósito, las llamadas que cada vez son menos frecuentes. A veces siento que Tomás y yo somos dos extraños compartiendo techo y recuerdos.
—¿Te acordás cuando Lucía lloró porque se le quemó el primer asado? —intenté suavizar el ambiente—. Terminamos comiendo empanadas frías esa vez.
Tomás no respondió. Se sirvió un tamal con desgano y lo partió en dos, como si buscara algo adentro. Yo también me serví uno, aunque no tenía hambre. El televisor murmuraba de fondo, pero nadie le prestaba atención.
—¿Y Matías? —preguntó Tomás de repente—. ¿Te llamó?
Negué con la cabeza. Matías vive en Córdoba desde hace seis meses. Dice que está bien, que el trabajo le gusta, pero yo sé que extraña a su hermana más que a nosotros. Lucía vive a veinte cuadras, pero parece estar en otro país; su marido es celoso y apenas la deja venir.
—No sé qué hicimos mal —dijo Tomás, bajando la voz—. Antes éramos una familia.
Sentí un nudo en la garganta. No era culpa de nadie, o tal vez sí. Tal vez fue culpa mía por dejar que la rutina nos comiera vivos, por no pelear más seguido por cosas importantes y sí por tonterías como el menú de Navidad.
—Todavía somos una familia —susurré—. Sólo… distinta.
Tomás se quedó callado. Masticaba lento, como si cada bocado le costara un esfuerzo enorme. Yo miré mis manos arrugadas sobre el mantel y pensé en mi mamá, en cómo lloró la primera Navidad sin mi abuela. Todo cambia, aunque uno no quiera.
De repente, Tomás dejó el tenedor y me miró fijo:
—¿Vos sos feliz?
La pregunta me desarmó. ¿Feliz? No lo sé. Hay días en que extraño tanto a los chicos que me duele el pecho; otros días agradezco el silencio y la calma. Pero nunca me animé a decírselo a Tomás.
—No sé —admití—. A veces sí, a veces no. ¿Y vos?
Él se encogió de hombros.
—No sé vivir sin ellos —confesó—. Me siento… vacío.
El reloj marcó las doce y los fuegos artificiales iluminaron la ventana. Por un instante, la casa se llenó de luz y ruido, como antes. Cerré los ojos y recordé las Navidades pasadas: Lucía corriendo con bengalas, Matías peleando por el último trozo de pan dulce, Tomás riendo fuerte.
Cuando abrí los ojos, Tomás tenía lágrimas en los suyos. Me acerqué y le tomé la mano.
—Podemos aprender —le dije—. Podemos inventar nuevas costumbres.
Él asintió despacio. Afuera seguían explotando cohetes y adentro los tamales se enfriaban sobre la mesa.
—¿Y si llamamos a Lucía? —propuso Tomás—. Aunque sea para decirle Feliz Navidad.
Sonreí por primera vez en toda la noche.
Marcamos el número juntos y cuando Lucía atendió, su voz sonaba lejana pero cálida:
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Feliz Navidad!
Detrás se oían risas de niños y música cumbia villera. Por un momento sentí que todo estaba bien; que aunque los chicos ya no vivan aquí, seguimos siendo una familia.
Esa noche dormimos abrazados por primera vez en mucho tiempo. No hablamos más del asado ni de los tamales; sólo nos quedamos en silencio, escuchando cómo la ciudad volvía poco a poco a su calma habitual.
Ahora escribo esto mientras tomo mate sola en la cocina. Tomás salió a caminar temprano; dice que quiere empezar a moverse más, a ver si así se le pasa la tristeza. Yo pienso en lo difícil que es soltar a los hijos sin soltar también al compañero de toda la vida.
¿Será posible reinventarse después de tantos años juntos? ¿O estamos condenados a extrañar lo que fuimos hasta que ya no quede nada por recordar?