¿Por qué mis hijos no vienen a verme? El eco de una madre en el hospital

—¿Por qué no han venido? —me pregunté en voz baja, mientras la enfermera ajustaba el suero y el olor a desinfectante me recordaba que estaba viva, pero sola. El reloj marcaba las seis de la tarde y la luz del atardecer se colaba por la ventana del hospital civil de Guadalajara. Tenía setenta y dos años y un derrame cerebral me había dejado medio cuerpo dormido y el alma inquieta.

Mi nombre es Carmen Rodríguez. Hace dos semanas que estoy aquí, y ni una sola vez han venido mis hijos, ni Lucía ni Ernesto. Los doctores dicen que mi recuperación depende de mi ánimo, pero ¿cómo se recupera una madre cuando sus hijos no cruzan la puerta?

Recuerdo cuando Lucía era niña y se escondía detrás de mis faldas cada vez que escuchaba los gritos de su padre. Ernesto, en cambio, se hacía el fuerte, pero yo veía cómo apretaba los puños bajo la mesa. Mi esposo, Julián, era un hombre duro, de esos que creen que el cariño se demuestra con comida en la mesa y techo sobre la cabeza. Yo aprendí a callar, a no contradecirlo, a mantener la casa impecable para evitar sus enojos. Pero ese silencio fue llenando la casa de un frío que ni el sol de Jalisco podía calentar.

—¿Cómo está, doña Carmen? —preguntó la enfermera Lupita, con su acento costeño y una sonrisa que parecía querer abrazarme.

—Bien… sólo un poco cansada —mentí. No quería que nadie supiera que lo que más me dolía no era el cuerpo, sino el alma.

Lupita me miró con compasión. —¿No ha venido su familia?

Negué con la cabeza. Ella suspiró y me apretó la mano. —A veces los hijos tienen miedo de vernos así…

Pero yo sabía que no era miedo. Era distancia. Era rencor. Era todo lo que nunca dije y todo lo que nunca les permití decir.

Lucía vive en Tlaquepaque, a media hora de aquí. Trabaja en una tienda de ropa y tiene dos hijos pequeños. Siempre fue callada, reservada, como si temiera romper algo frágil dentro de sí misma. Cuando cumplió quince años y me pidió permiso para ir a una fiesta, Julián le gritó tanto que ella lloró toda la noche. Yo sólo le dije: “Tu papá tiene razón”.

Ernesto se fue a Monterrey hace cinco años. No volvió ni para el funeral de su padre. Me llamó una vez, hace dos años, para decirme que se iba a casar con una muchacha del norte. No le pregunté nada más. ¿Para qué? Así nos enseñaron: los hombres no cuentan sus penas.

El teléfono junto a mi cama sonó una tarde. Era mi hermana Rosa.

—Carmen, ¿cómo sigues?

—Aquí… esperando a ver si vienen los muchachos.

Rosa guardó silencio unos segundos.

—No te lo tomes a mal, hermana… pero tú tampoco fuiste fácil con ellos.

Sentí un nudo en la garganta. —¿Qué quieres decir?

—Siempre fuiste dura, Carmen. Siempre tan preocupada por lo que diría la gente… Nunca les diste un abrazo sin antes regañarlos por algo.

Colgué sin responderle. ¿Era cierto? ¿Había sido tan fría como Julián? Recordé las veces que Lucía se acercó a contarme sus problemas y yo le respondí con consejos secos: “Eso no es nada, hija; en mis tiempos era peor”. O cuando Ernesto llegó borracho una noche y lo corrí de la casa sin preguntarle por qué bebía tanto.

La enfermera Lupita me trajo una carta días después.

—Se la dejó su hija esta mañana —dijo con una sonrisa tímida.

Mis manos temblaban al abrir el sobre:

“Mamá,

Sé que estás enferma y he querido ir a verte muchas veces, pero no sé cómo hacerlo. Me da miedo verte tan frágil porque siempre fuiste fuerte… o al menos eso parecía. A veces siento que nunca te conocí de verdad. Cuando era niña necesitaba tus abrazos más que tus consejos, pero sé que hiciste lo mejor que pudiste. Perdóname si no he estado cerca; todavía estoy aprendiendo a perdonarte también.

Lucía.”

Lloré como no había llorado en años. Lloré por cada palabra no dicha, por cada abrazo negado, por cada vez que puse las apariencias antes que el cariño.

Esa noche soñé con Julián. Lo vi sentado en la mesa del comedor, fumando un cigarro y mirando por la ventana.

—¿Por qué estás sola? —me preguntó en el sueño.

—Porque así nos enseñaron —le respondí—. Porque nunca supimos cómo amarnos sin miedo.

Me desperté sudando frío y con el corazón apretado.

Al día siguiente, Ernesto llamó al hospital.

—Mamá…

Su voz sonaba lejana, como si hablara desde otro mundo.

—¿Por qué no has venido? —le pregunté sin rodeos.

—No sé si quiero verte así… No sé si puedo perdonarte todo lo que pasó cuando era niño.

Guardé silencio unos segundos.

—Yo tampoco sé si puedo perdonarme…

Escuché su respiración al otro lado del teléfono.

—Quizá algún día pueda ir —dijo antes de colgar.

Pasaron los días y seguí esperando. La enfermera Lupita me traía flores y dulces; los doctores decían que mejoraba poco a poco. Pero yo sabía que mi verdadera enfermedad era otra: la soledad tejida con hilos de orgullo y miedo.

Una tarde cualquiera, mientras veía cómo el sol caía sobre los tejados del hospital, escuché pasos en el pasillo. Lucía entró con sus dos hijos tomados de la mano. Se quedó parada junto a la puerta, como si temiera acercarse demasiado.

—Hola, mamá —dijo en voz baja.

No supe qué decirle. Sólo extendí mi mano temblorosa y ella se acercó despacio. Sus hijos me miraban con ojos grandes y curiosos.

—¿Te duele mucho? —preguntó Lucía.

—No tanto como me duele el corazón —respondí sin pensar.

Ella bajó la mirada y se sentó junto a mi cama. Por primera vez en años sentí su mano cálida sobre la mía.

—¿Por qué nunca hablamos de esto? —susurró Lucía.

—Porque nadie nos enseñó cómo hacerlo —le respondí—. Porque siempre tuvimos miedo de rompernos más de lo que ya estábamos rotas.

Nos quedamos en silencio largo rato. Afuera, los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas y el bullicio de la ciudad seguía como si nada pasara dentro de esas paredes blancas.

Esa noche dormí mejor. Soñé con una casa llena de risas y abrazos; una casa donde los errores se perdonan y las heridas se curan con palabras sinceras.

Hoy sigo aquí, esperando a Ernesto y aprendiendo a pedir perdón aunque sea tarde. Me pregunto cuántas madres hay como yo en este hospital, cuántos hijos caminan por las calles de Guadalajara cargando heridas invisibles hechas en casa.

¿Será posible romper este ciclo? ¿Podremos aprender a amarnos sin miedo antes de que sea demasiado tarde?