¿Por qué no necesitamos padres así? Una historia de apartamento, familia y orgullo

—¿Otra vez vas a hablar con ellos? —le pregunté a Mauricio mientras él miraba el celular, nervioso, esperando una respuesta que nunca llegaba. Era la tercera vez en el mes que intentábamos hablar con sus papás sobre el enganche para el departamento. Yo ya no podía más con la ansiedad; sentía que cada vez que tocábamos el tema, una parte de mí se rompía.

Mi nombre es Mariana, tengo 29 años y nací en Guadalajara. Desde niña soñé con tener mi propio espacio, un rincón donde pudiera sentirme segura y construir mi vida junto a alguien que amara. Cuando conocí a Mauricio, supe que él era esa persona. Trabajamos duro, ahorramos cada peso posible, pero la realidad en México es dura: los precios suben, los sueldos no alcanzan y los bancos piden más de lo que uno puede dar.

Mauricio viene de una familia acomodada. Su papá, Darío, tiene una empresa de materiales de construcción; su mamá, Gloria, es dueña de una boutique en Providencia. Siempre pensé que serían generosos, que entenderían lo importante que era para nosotros ese primer paso. Pero me equivoqué.

—No podemos estar manteniéndolos toda la vida —dijo Gloria la primera vez que les pedimos ayuda. Su voz era fría, como si le doliera más el orgullo que el dinero.

—No se trata de mantenernos —respondí yo, tratando de no sonar desesperada—. Solo necesitamos un empujón para el enganche. Nosotros pagaremos el resto.

Darío ni siquiera levantó la vista del periódico. —Cuando nosotros empezamos, nadie nos ayudó —dijo sin emoción—. Si quieren algo, trabajen por ello.

Sentí cómo me ardían los ojos. Mauricio apretó mi mano debajo de la mesa, pero yo sabía que él también estaba herido. No era solo el dinero; era la falta de confianza, de fe en nosotros.

Esa noche discutimos. Mauricio defendía a sus padres: “Tal vez tienen razón. Quizá debemos hacerlo solos”. Pero yo no podía dejar de pensar en mi propia familia. Mi mamá vendió su anillo de compromiso para ayudarme a pagar la universidad; mi papá trabajó doble turno para comprarme mi primer laptop. No éramos ricos, pero nunca me faltó apoyo.

Los días pasaron y la tensión crecía. Cada vez que íbamos a casa de Gloria y Darío, sentía que me miraban como si fuera una interesada. Empecé a evitar las reuniones familiares; inventaba excusas para no ir. Mauricio lo notó y un día explotó:

—¡No puedes seguir evitando a mi familia! —gritó—. ¡Son mis padres!

—¿Y yo qué soy? —le respondí entre lágrimas—. ¿Por qué tengo que mendigar cariño y apoyo?

Él se quedó callado. Esa noche dormimos espalda con espalda.

Un sábado por la tarde, mi mamá me llamó llorando. Había escuchado rumores en el mercado: que yo solo estaba con Mauricio por interés, que quería aprovecharme de su familia. Me sentí humillada, traicionada por personas que ni siquiera conocían mi historia.

Decidí enfrentar a Gloria. Fui a su boutique y la encontré acomodando ropa cara en los maniquíes.

—¿Podemos hablar? —le pregunté con voz temblorosa.

Ella me miró de arriba abajo.—¿Sobre qué?

—Sobre lo que significa ser familia —dije—. Yo no quiero su dinero; quiero sentirme parte de esta familia. Pero cada vez que pido ayuda, siento que me ven como una carga.

Gloria suspiró.—Tú no entiendes cómo funciona esto. En esta familia, cada quien se gana su lugar.

—¿Y el amor? ¿La solidaridad? ¿Eso también hay que ganárselo?

No respondió. Solo siguió acomodando la ropa como si yo fuera invisible.

Salí de ahí sintiéndome más sola que nunca. Caminé por las calles del centro, viendo parejas felices, familias riendo en las terrazas. Me pregunté si alguna vez tendría eso con Mauricio o si siempre viviríamos bajo la sombra del orgullo de sus padres.

Esa noche, Mauricio llegó tarde a casa. Había hablado con Darío y Gloria otra vez.

—No van a cambiar —me dijo—. Pero yo sí puedo hacerlo.

Me abrazó fuerte y lloramos juntos. Decidimos buscar un departamento más pequeño, más lejos del centro, pero nuestro. Mi mamá nos ayudó con lo poco que tenía; mis amigos organizaron una tanda para juntar algo más.

El día que firmamos el contrato del crédito lloré de felicidad y miedo al mismo tiempo. No era el departamento grande ni en la zona bonita que soñé, pero era nuestro refugio.

A los pocos meses, Gloria y Darío vinieron a visitarnos por primera vez. Trajeron una planta como regalo y miraron todo con desdén.

—Está… acogedor —dijo Gloria, forzando una sonrisa.

Yo solo asentí.—Aquí somos felices —respondí con firmeza.

Esa noche, mientras cenábamos en nuestra mesa improvisada hecha con cajas de cartón, Mauricio me tomó la mano y susurró:

—Gracias por no rendirte.

Hoy sigo preguntándome: ¿Qué es más importante en una familia: el dinero o el apoyo incondicional? ¿Cuántos jóvenes en Latinoamérica han sentido este mismo vacío? ¿Vale la pena sacrificar el orgullo por amor?

¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que su propia familia les da la espalda cuando más los necesitan?