¿Por qué nunca me abrazaste, mamá?

—Mamá, ¿por qué nunca me abrazaste?

El cuchillo se me resbaló de la mano y cayó al suelo con un golpe seco. El aroma de la canela y la manzana flotaba en la cocina, pero de pronto todo se volvió frío. Lucía me miraba con esos ojos grandes, tan parecidos a los de mi madre, y yo sentí que el aire se volvía pesado, imposible de respirar.

No supe qué decir. ¿Cómo se responde a una pregunta así, lanzada con tanta calma, como si fuera una receta más? Ella tenía ya treinta y cinco años, dos hijos, una vida hecha. Yo pasaba de los sesenta. Habíamos compartido miles de tardes como esa, entre té y charlas sobre la escuela de los niños o el precio del pan. Pero nunca hablamos de esto. Nunca.

—¿Por qué preguntas eso ahora? —intenté bromear, pero mi voz sonó hueca.

Lucía no apartó la mirada. —Siempre lo he pensado. Pero hoy… no sé. Sentí que tenía que preguntarlo.

Me temblaron las manos. Recordé a mi madre, Rosaura, en nuestra casa de adobe en el campo de Jalisco. Ella tampoco era de abrazos. Su cariño era silencioso: tortillas calientes en la mesa, ropa limpia, un rezo antes de dormir. Pero nunca un abrazo. Nunca un «te quiero». Cuando era niña, pensaba que así era el amor: callado, duro como la tierra seca.

—No sé… —susurré—. Así me criaron a mí.

Lucía bajó la mirada. —A veces siento que me faltó algo. No sé explicarlo. Como si hubiera un hueco aquí —se tocó el pecho— que nunca se llena.

Sentí una punzada en el corazón. ¿Cómo explicarle que yo también tenía ese hueco? Que a veces, en las noches largas cuando mi esposo se iba a trabajar al otro lado y yo me quedaba sola con ella y su hermano, lloraba en silencio porque no sabía cómo ser una buena madre. Que el miedo a repetir los errores de mi madre me paralizaba tanto que terminé haciendo lo mismo.

—Perdóname —dije al fin, con la voz rota—. No supe cómo hacerlo.

Lucía se acercó y me tomó la mano. Sus dedos eran cálidos, suaves. —No te culpo, mamá. Solo quería entender.

El silencio se instaló entre nosotras. Afuera, los niños jugaban en el patio con los perros, gritando y riendo como si nada en el mundo pudiera herirlos. Yo los miré por la ventana y sentí una mezcla de envidia y alivio: ellos sí recibían abrazos todos los días.

—¿Sabes? —dijo Lucía— A veces abrazo mucho a mis hijos solo para no repetir la historia.

Me dolió escuchar eso, pero también sentí orgullo. Ella había roto el ciclo. Yo no pude.

—Cuando era niña —continuó— pensaba que si me portaba bien, algún día me abrazarías. Que si sacaba buenas notas o ayudaba en la casa… Pero nunca pasó.

Las lágrimas me nublaron la vista. Recordé tantas veces en que quise abrazarla: cuando lloraba por una pesadilla, cuando le dolía la barriga, cuando se cayó de la bicicleta y se raspó las rodillas. Pero algo dentro de mí me detenía. Un miedo absurdo a mostrarme débil, a no saber cómo hacerlo bien.

—No es que no te quisiera —dije—. Es que no sabía cómo demostrarlo.

Lucía asintió despacio. —Lo sé. Pero duele igual.

Me sentí pequeña, como una niña regañada por su madre. Quise retroceder el tiempo y abrazarla mil veces, decirle cuánto la amaba cada día. Pero el pasado es terco; no se deja cambiar.

—¿Tú crees que aún estamos a tiempo? —pregunté con voz temblorosa.

Lucía sonrió apenas y abrió los brazos. Dudé un segundo, pero luego me acerqué y nos abrazamos por primera vez en décadas. Su perfume a jazmín me envolvió y sentí que algo dentro de mí se rompía y se curaba al mismo tiempo.

—Siempre estamos a tiempo, mamá —susurró ella.

Nos quedamos así mucho rato, hasta que los niños entraron corriendo y nos miraron sorprendidos. «¿Qué hacen?», preguntó Emiliano, el mayorcito.

Lucía le guiñó un ojo: —Aprendiendo cosas nuevas.

Esa noche no pude dormir. Pensé en todas las mujeres de mi familia: mi abuela Francisca, mi madre Rosaura, yo misma… Todas marcadas por silencios y carencias emocionales heredadas como si fueran recetas familiares imposibles de cambiar. ¿Cuántas madres en nuestro país han sentido lo mismo? ¿Cuántas hijas han crecido con ese hueco en el pecho?

A la mañana siguiente preparé chocolate caliente y pan dulce para Lucía y sus hijos. Cuando ella entró a la cocina, la abracé sin decir nada. Ella sonrió sorprendida y me devolvió el abrazo con fuerza.

Ahora entiendo que nunca es tarde para aprender a querer distinto. Que romper el silencio es doloroso pero necesario.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron ese hueco? ¿Creen que aún estamos a tiempo de sanar lo que no supimos dar?