¿Por qué revisaste mi celular, mamá?
—¿Por qué revisaste mi celular, mamá? —grité, con la voz quebrada, mientras ella sostenía el teléfono entre sus manos temblorosas.
Mi madre, Lucía, me miró con los ojos llenos de rabia y miedo. —¡Porque ya no confío en ti, Mariana! ¿Qué escondes? ¿Por qué llegas tarde todos los días? ¿Por qué no contestas mis llamadas?
El eco de su voz retumbó en las paredes de nuestra casa en Iztapalapa. Afuera, los cláxones y el bullicio del barrio parecían burlarse de nuestro drama privado. Yo tenía dieciséis años y sentía que el mundo se me venía encima. Pero ese día no era como cualquier otro. Ese día, al volver de la prepa, ya desde la entrada supe que algo andaba mal: el olor a alcohol flotaba en el aire y el televisor estaba encendido a todo volumen. Mi papá, Ernesto, dormía en el sillón, roncando con una botella vacía de tequila a sus pies.
No era la primera vez. Desde que perdió su trabajo en la fábrica hace dos años, papá se había convertido en un fantasma borracho que a veces gritaba y otras veces lloraba. Mamá trataba de mantener todo en orden: trabajaba limpiando casas y vendiendo cosméticos por catálogo. Pero yo sabía que estaba cansada, harta y asustada.
—No tienes derecho —le dije, arrebatándole el celular—. ¡No tienes derecho a meterte en mi vida!
Ella se llevó las manos a la cabeza y empezó a llorar. —¿Tú crees que es fácil para mí? ¿Tú crees que no me doy cuenta de lo que pasa aquí? Tu padre… —se interrumpió, mirando hacia el cuarto donde papá seguía roncando—. Yo solo quiero protegerte.
Me sentí atrapada entre dos fuegos: el control asfixiante de mi madre y la ausencia dolorosa de mi padre. Quise gritar, salir corriendo, desaparecer. Pero me quedé ahí, mirando cómo mamá se derrumbaba en la mesa de la cocina.
—¿Protegerme de qué? —susurré—. Si ni siquiera puedes protegerte a ti misma.
Ella levantó la cabeza y me miró con una mezcla de rabia y tristeza. —No me hables así, Mariana. No sabes lo que he tenido que aguantar por ustedes.
La discusión subió de tono. Los gritos despertaron a papá, que entró tambaleándose a la cocina.
—¿Qué pasa aquí? —balbuceó—. ¿Otra vez peleando?
Mamá lo miró con desprecio. —¡Mira cómo estás! ¡Eres un inútil!
Papá se acercó tambaleante y me miró con ojos vidriosos. —¿Y tú qué ves? ¿Ya te crees muy grande?
Sentí una punzada de miedo. No era la primera vez que papá se ponía agresivo cuando bebía. Pero esta vez no iba a dejarme intimidar.
—Déjame en paz —le dije—. ¡Déjenme todos en paz!
Salí corriendo al patio trasero y me senté junto al viejo limonero que plantó mi abuela cuando era niña. Ahí lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Recordé cuando era pequeña y papá me llevaba al parque los domingos. Me compraba una paleta de mango con chile y me empujaba en los columpios mientras mamá reía. ¿En qué momento todo se rompió?
Esa noche no cenamos juntos. Mamá se encerró en su cuarto a llorar. Papá volvió al sillón con otra botella. Yo me quedé en mi cuarto, viendo las luces de los coches pasar por la ventana.
Al día siguiente, en la escuela, no pude concentrarme. Mi mejor amiga, Paola, me preguntó qué me pasaba.
—Nada —le mentí—. Solo estoy cansada.
Pero ella me conocía demasiado bien.
—¿Otra vez tu papá?
Asentí en silencio. Paola me abrazó fuerte.
—No tienes por qué aguantar eso sola, Mari. Si necesitas quedarte en mi casa, dímelo.
Sentí un nudo en la garganta. Quise decirle que sí, que quería huir, pero algo dentro de mí me lo impedía. ¿Cómo iba a dejar sola a mi mamá?
Esa tarde, al regresar a casa, encontré a mamá sentada en la mesa con una carta en las manos.
—¿Qué es eso? —pregunté.
Ella me miró con los ojos hinchados de tanto llorar.
—Es una carta para tu abuela. Le estoy pidiendo ayuda… No puedo más con tu padre.
Me senté frente a ella y por primera vez en mucho tiempo hablamos sin gritar. Me contó cómo conoció a papá cuando tenía diecisiete años y cómo todo era diferente antes del alcohol y las deudas.
—Yo también tengo miedo —me confesó—. Pero no quiero que crezcas pensando que esto es normal.
Le tomé la mano y lloramos juntas. Por primera vez sentí que éramos un equipo.
Esa noche, cuando papá llegó borracho otra vez, mamá le dijo que se fuera. Él gritó, rompió un vaso y amenazó con irse para siempre. Pero esta vez no le rogamos que se quedara.
Pasaron semanas difíciles. Mamá consiguió ayuda en un grupo de apoyo para familiares de alcohólicos y yo empecé a ir con la psicóloga de la escuela. Papá se fue a vivir con un tío y aunque dolía verlo así, también sentí alivio.
Poco a poco, mamá y yo empezamos a reconstruir nuestra vida. No fue fácil: hubo noches de miedo, días de enojo y muchas lágrimas. Pero también hubo risas nuevas, tardes de películas y hasta nos animamos a salir juntas al centro a comer esquites.
A veces extraño al papá que tuve antes del alcoholismo. A veces odio a mi mamá por ser tan controladora y otras veces la admiro por su fuerza.
Hoy tengo dieciocho años y estoy por entrar a la universidad. Mi mamá sigue trabajando mucho pero sonríe más seguido. Papá va a terapia y nos llama de vez en cuando para preguntar cómo estamos.
A veces me pregunto si alguna vez volveremos a ser una familia como antes o si solo estamos aprendiendo a vivir con las cicatrices.
¿Ustedes creen que es posible perdonar y sanar después de tanto dolor? ¿O hay heridas familiares que nunca cierran del todo?