Por ti, hermana: Una vida entre promesas y silencios
—Camila, por favor… Hazlo por mí. Tú sabes que yo no puedo tener hijos. —La voz de Lucía temblaba al otro lado del teléfono, como si cada palabra le costara la vida.
Yo estaba sentada en el último asiento del primer salón de la universidad, con el corazón latiendo tan fuerte que apenas escuchaba al profesor presentarse. Había soñado con este día desde que era niña en nuestro pequeño pueblo de Jalisco, pero ahora todo parecía desvanecerse ante la súplica de mi hermana.
—¿Estás segura de lo que me pides? —le susurré, mirando alrededor para asegurarme de que nadie escuchara—. ¿Quieres que… que tenga un hijo para ti?
Lucía sollozó. Sentí cómo mi pecho se apretaba. Ella siempre había sido mi ejemplo, la que me cuidó cuando mamá murió y papá se fue a buscar trabajo a Estados Unidos. Pero ahora, su fragilidad me asustaba.
—No puedo, Cami. Lo intentamos todo con Julián. Los doctores dicen que no hay esperanza. Eres mi única familia…
El profesor empezó a hablar sobre la historia de América Latina, pero sus palabras eran un murmullo lejano. Mi mente estaba atrapada entre los recuerdos de nuestra infancia y el abismo de lo que Lucía me pedía.
Esa noche, en el pequeño departamento que compartía con otras dos estudiantes, no pude dormir. Miraba el techo y pensaba en los sacrificios de Lucía: cómo dejó la prepa para trabajar en la tienda del pueblo, cómo me defendió de los chismes cuando quedé huérfana de madre. ¿No le debía yo ahora ese mismo sacrificio?
Pasaron semanas. Lucía insistía con mensajes y llamadas. Julián, su esposo, también me habló una tarde:
—Camila, sé que es mucho pedirte… Pero Lucía está destrozada. No quiere ver a nadie más. Si tú aceptaras… podríamos hacer todo legalmente, con médicos en Guadalajara. Nadie más tiene que saberlo.
Me sentí atrapada. En la universidad, mis amigas hablaban de fiestas y exámenes finales, mientras yo cargaba un secreto que me ahogaba. Una tarde, después de clases, fui a ver a Lucía. La encontré sentada en la sala oscura, abrazando una cobija vieja.
—¿Recuerdas cuando jugábamos a ser mamás? —me dijo con una sonrisa triste—. Yo siempre decía que tendría muchos hijos…
Me senté a su lado y lloramos juntas. Al final, le tomé la mano.
—Lo haré —le dije—. Pero prométeme que esto no nos va a destruir.
El proceso fue largo y doloroso. Los médicos explicaron todo: las inyecciones, los riesgos, las visitas constantes al hospital. Mi cuerpo dejó de ser mío; era un recipiente para el sueño de Lucía. Mi padre llamó desde Chicago para preguntar por mis estudios y yo le mentí: «Todo bien, papá».
Los meses pasaron entre náuseas y soledad. Lucía venía a verme cada semana, trayendo comida y abrazos. Pero algo cambió entre nosotras: ya no éramos hermanas iguales, sino cómplices de un secreto demasiado grande.
Cuando nació la niña —una pequeña morena con los ojos de Lucía— sentí un amor tan profundo que me asustó. Me la quitaron enseguida; Lucía lloraba de felicidad y Julián no dejaba de agradecerme. Yo sonreí para las fotos familiares, pero por dentro sentí que me arrancaban una parte del alma.
Volví a la universidad como si nada hubiera pasado. Nadie supo nunca la verdad. Pero cada vez que veía a Lucía paseando con su hija por el parque central del pueblo, sentía una punzada en el pecho.
Un día, años después, durante una comida familiar, mi sobrina —mi hija— se acercó y me preguntó:
—Tía Cami, ¿por qué siempre me miras así?
No supe qué responderle. Miré a Lucía y vi en sus ojos el mismo miedo: el miedo a que algún día la verdad saliera a la luz.
Esa noche, sola en mi cuarto, escribí en mi diario:
«¿Hasta dónde llega el amor por la familia? ¿Cuánto estamos dispuestos a sacrificar por los sueños ajenos? ¿Y quién sana las heridas invisibles de los que callan?»
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿El amor justifica cualquier sacrificio?