Prometí cuidar a mis nietos por un rato… y llevo dos años sin una tarde libre

—Mamá, ¿puedes recoger a los niños hoy?— me preguntó mi hijo Julián, con esa voz que mezcla urgencia y cariño, mientras yo apenas terminaba mi café de la mañana. Era un martes cualquiera en mi casa de barrio en Guadalajara, pero esa pregunta, tan simple, cambió mi vida.

Al principio, pensé que sería solo por unas semanas. Mi nuera, Mariana, había conseguido trabajo en una oficina del centro y Julián tenía turnos dobles en la fábrica. “Solo hasta que nos acomodemos”, me dijeron. Yo, como buena madre y abuela mexicana, no supe decir que no. ¿Cómo negarme a ayudar a mis nietos, a esos dos pequeños que llenan de risas mi sala?

Pero las semanas se volvieron meses. Y los meses, años. Ahora, cada día a las 2:30 de la tarde, dejo lo que esté haciendo —a veces hasta mis propias citas médicas— para caminar bajo el sol ardiente hasta la escuela primaria de Emiliano y Valeria. Los recojo entre el bullicio de otros padres y abuelos, los llevo a casa, les sirvo comida caliente y reviso sus tareas. A veces me pregunto si alguien nota que ya no tengo tardes libres para mí.

Recuerdo cuando era joven y soñaba con viajar, aprender a pintar, o simplemente sentarme en la plaza a platicar con mis amigas. Ahora, mi rutina gira en torno a los horarios escolares y las actividades extracurriculares de los niños. Mariana llega tarde del trabajo, siempre cansada, y Julián apenas tiene tiempo para cenar antes de quedarse dormido frente al televisor.

Una tarde, mientras ayudaba a Valeria con su tarea de matemáticas, sentí un nudo en la garganta. Ella me miró con esos ojos grandes y sinceros:

—Abue, ¿tú también hacías tarea cuando eras niña?

—Sí, mi amor —le respondí, forzando una sonrisa—. Pero antes no había tantas cosas que aprender.

Me quedé pensando en todo lo que he aprendido desde que acepté este “favor temporal”: paciencia infinita, cómo negociar con niños testarudos, cómo esconder el cansancio detrás de una sonrisa. Pero también aprendí lo fácil que es para la familia dar por hecho el sacrificio de una abuela.

Un sábado por la noche, durante la cena familiar, me armé de valor:

—Julián, Mariana… Quisiera hablar con ustedes.

Ambos levantaron la vista de sus teléfonos.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Julián.

—Llevo dos años cuidando a los niños todas las tardes. Yo los amo con todo mi corazón, pero también necesito tiempo para mí. A veces me siento invisible…

Mariana frunció el ceño.

—Pero es que no tenemos a nadie más en quien confiar —dijo—. Y tú siempre estás en casa…

Sentí cómo se me apretaba el pecho. ¿Siempre estoy en casa? ¿Eso me convierte en niñera de tiempo completo?

—No quiero que piensen que no quiero ayudar —dije con voz temblorosa—. Pero también soy una persona. Tengo derecho a descansar, a salir…

Julián suspiró y bajó la mirada.

—Tienes razón, mamá. Solo… no sé cómo podríamos hacerlo sin ti.

Esa noche lloré en silencio. No por falta de amor hacia mis nietos o mis hijos, sino por sentirme atrapada entre el deber y el olvido de mí misma. En mi barrio muchas amigas viven lo mismo: abuelas convertidas en cuidadoras eternas porque los hijos no pueden pagar guarderías o porque “nadie cuida como la abuela”.

Un día, mientras esperaba fuera de la escuela junto a otras abuelas —Doña Lupita, Doña Rosa y Doña Carmen— comenzamos a hablar de nuestras vidas antes de ser abuelas-niñeras.

—Yo quería poner un puesto de tamales —dijo Lupita— pero nunca tuve tiempo.

—A mí me gustaba bailar danzón —agregó Rosa— pero ahora solo bailo entre mochilas y loncheras.

Nos reímos para no llorar. Todas compartíamos ese cansancio dulce y amargo: el amor por los nietos mezclado con la nostalgia por la vida propia.

A veces siento rabia cuando veo cómo se normaliza que las mujeres mayores sacrifiquen sus sueños por la familia. En las noticias hablan de igualdad y derechos, pero en las casas seguimos siendo las mismas de siempre: las que sostienen todo en silencio.

Un jueves cualquiera, mientras veía por la ventana cómo Emiliano jugaba fútbol en el patio y Valeria dibujaba en la mesa, sentí una mezcla de orgullo y tristeza. ¿Quién soy ahora? ¿La abuela amorosa o la mujer invisible?

Esa noche volví a hablar con Julián y Mariana.

—He decidido que los viernes serán para mí —les dije—. Buscaré un taller de pintura o iré al parque con mis amigas. Ustedes tendrán que buscar otra solución ese día.

Al principio hubo incomodidad. Mariana murmuró algo sobre lo difícil que sería organizarse. Pero Julián me abrazó fuerte.

—Te lo mereces, mamá —susurró.

No fue fácil mantener mi decisión. Hubo días en que sentí culpa por ponerme primero. Pero poco a poco aprendí que cuidarme también es cuidar a mi familia: si yo estoy bien, puedo dar amor sin resentimientos.

Hoy escribo esto después de regresar de mi primer clase de pintura. Mis manos tiemblan todavía del nervio y la emoción. Me miro al espejo y veo a una mujer cansada pero viva.

¿Hasta cuándo vamos a normalizar que las abuelas renuncien a sí mismas por los demás? ¿Cuántas mujeres más tendrán que sacrificar sus sueños para sostener familias enteras? Me gustaría saber qué piensan ustedes…