Puertas Cerradas: El Silencio de Mi Propia Familia
—¿Por qué no me avisas cuando vienen los niños del colegio? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras veía a Camila guardar las mochilas en el armario. Ella ni siquiera me miró. —Andrés y yo tenemos nuestra rutina, Milena. No queremos confundir a los niños —respondió, seca, como si yo fuera una extraña en mi propia casa.
Me quedé parada en el pasillo, sintiendo cómo el aire se volvía más denso. Hace un año, mi vida era otra: cada domingo cocinaba para todos, mis nietos corrían por el patio y Andrés me abrazaba fuerte al llegar. Pero desde que Camila perdió su trabajo y empezó a trabajar desde casa, algo cambió. De repente, todo lo que hacía parecía molestarle: si les llevaba comida, si les ofrecía ayuda con los niños, si preguntaba cómo estaban. «No te preocupes, Milena, nosotros podemos», repetía ella, como un mantra que me alejaba más y más.
Andrés, mi hijo, siempre fue callado pero cariñoso. Ahora apenas me llama. Cuando le escribo por WhatsApp, responde con monosílabos o me manda un emoji rápido. La última vez que le pedí que viniera a tomar mate conmigo, me dijo que estaba cansado, que tenía mucho trabajo. Pero yo sé que no es solo eso. Siento que Camila le dice cosas sobre mí, que le pide que no se acerque tanto. ¿Será porque una vez le sugerí que los niños comieran menos dulces? ¿O porque le conté a mi vecina Lucía que Camila estaba estresada? No lo sé. Nadie me lo dice.
A veces escucho risas detrás de la puerta cerrada del comedor. Me acerco despacio, esperando escuchar mi nombre, una invitación a entrar. Pero solo escucho el murmullo de voces y el sonido de la televisión. Me siento en la cocina, sola, mirando las fotos viejas pegadas en la heladera: Andrés con su uniforme del colegio, Camila embarazada de Sofi, los niños en la plaza del barrio. ¿En qué momento dejé de ser parte de sus vidas?
Una tarde de lluvia, Sofi vino corriendo a mi cuarto. —Abu, ¿por qué ya no jugás conmigo? —me preguntó con esos ojitos grandes que heredó de Andrés. Se me rompió el corazón. —Yo siempre quiero jugar con vos, mi amor —le dije—. Pero tu mamá dice que estás ocupada con tus tareas. Sofi bajó la cabeza y se fue sin decir nada más.
Esa noche no pude dormir. Recordé cuando mi propia madre me decía: «Los hijos crecen y se van, Milena. No te aferres demasiado». Pero yo nunca pensé que sería tan doloroso. En el barrio todos hablan de familias unidas, de abuelas que cuidan a los nietos mientras los padres trabajan. ¿Por qué yo no puedo ser esa abuela? ¿Qué hice mal?
Un sábado decidí enfrentar a Andrés. Lo esperé en la puerta cuando llegó del supermercado. —Hijo, ¿podemos hablar? —le pedí, casi suplicando. Él miró hacia atrás para asegurarse de que Camila no escuchara y asintió con la cabeza.
—¿Te hice algo malo? —le pregunté—. Siento que ya no soy bienvenida aquí.
Andrés bajó la mirada y suspiró. —No es eso, mamá… Es solo que Camila está muy sensible últimamente. Dice que necesita su espacio y que a veces sentís todo demasiado personal.
—¿Y vos? ¿Vos también pensás eso? —le pregunté, con lágrimas en los ojos.
Él dudó unos segundos antes de responder: —No sé qué pensar, mamá. Solo quiero que todos estén tranquilos.
Me abrazó rápido y se fue al cuarto. Me quedé ahí parada, sintiendo un frío que no venía del clima sino de adentro mío.
Desde entonces intento no molestar. Camino despacio por la casa para no hacer ruido. Si cocino algo rico, dejo el plato en la mesa sin decir nada. Si escucho a los niños reírse en el patio, miro por la ventana pero no salgo a jugar.
A veces pienso en irme a vivir sola otra vez, como antes de que nacieran los nietos. Pero me da miedo la soledad; ya tengo 65 años y mis amigas están lejos o ya no están.
Una tarde recibí una llamada inesperada de mi hermana Marta desde Mendoza. —Milena, ¿por qué no venís unos días? Acá te extraño —me dijo—. A veces hay que dejar que los hijos hagan su vida.
Pensé mucho en eso. ¿Será cierto? ¿Debería alejarme para ver si me extrañan? ¿O debería luchar por mi lugar en esta familia?
El domingo siguiente preparé empanadas como antes y puse la mesa para todos. Cuando salieron del cuarto y vieron la comida lista, Camila frunció el ceño pero Sofi gritó: —¡Abu cocinó empanadas! Andrés sonrió tímidamente y se sentó conmigo.
Comimos en silencio al principio, pero poco a poco las risas volvieron a la mesa. Por un momento sentí que todo podía volver a ser como antes.
Pero sé que nada será igual si no hablamos claro, si seguimos escondiendo lo que sentimos detrás de puertas cerradas y palabras no dichas.
Ahora escribo esto sentada en mi cuarto, escuchando el eco de sus voces al otro lado de la puerta. Me pregunto: ¿Cuántas madres y abuelas sienten este mismo dolor? ¿Cuántas familias se pierden por miedo a hablar?
¿Será posible volver a abrir esas puertas algún día? ¿O estoy destinada a ser una extraña en la vida de quienes más amo?