“¿Quién alimenta al padre?”: Un grito desde el corazón de un hogar latinoamericano

—¡Javier, levántate ya! El sol está alto y ni siquiera has tocado el desayuno —me gritó Marta, mi esposa, mientras golpeaba la mesa con la cuchara de madera. El olor a café quemado llenaba la cocina, mezclándose con el aroma agrio del resentimiento. Yo seguía acostado en la cama, mirando el techo manchado de humedad, preguntándome en qué momento la vida se me había escapado de las manos.

No respondí. No tenía fuerzas. Había trabajado cuarenta años como chofer de colectivo en las calles polvorientas de Santa Cruz de la Sierra, levantando a mis cinco hijos antes del alba, llevándolos a la escuela, asegurándome de que nunca les faltara un plato de comida. Ahora, a mis setenta y dos años, apenas podía pagar mis medicinas. Marta insistía en que llamara a los chicos, que les pidiera ayuda. Pero yo no quería mendigar cariño ni limosnas.

—¿Vas a quedarte ahí todo el día? —insistió Marta, su voz quebrada entre la rabia y la preocupación—. Los chicos no van a venir si no los llamás.

—Déjame en paz, Marta. Ya no quiero molestar a nadie —susurré, pero ella ya había salido de la habitación.

Esa tarde, mientras el calor apretaba y los ventiladores apenas movían el aire, recibí una llamada de Lucía, mi hija mayor.

—Papá, ¿cómo estás? —su voz sonaba apurada, como si estuviera marcando una tarea más en su lista interminable.

—Bien, hija. Aquí, con tu mamá. ¿Y tú?

—Corriendo como siempre. Mira, justo te llamaba para decirte que este mes se me complica ayudarte con el dinero. El colegio de los chicos subió la cuota y… bueno, ya sabes cómo está todo.

—No te preocupes, Lucía. Yo me las arreglo —mentí.

Colgué y sentí una punzada en el pecho. No era solo la angustia económica; era la certeza de que mis hijos ya no me necesitaban. O peor aún: que yo me había convertido en una carga para ellos.

Esa noche, Marta y yo discutimos. Ella decía que era mi orgullo lo que nos tenía así, que debía exigirles a los chicos que se hicieran cargo. Yo le respondí que no quería verlos venir a regañadientes, contando los billetes delante mío como si fuera un mendigo en la plaza principal.

—¡Javier! ¡Tú los criaste! ¡Les diste todo! ¿Y ahora no pueden ayudarte ni un poco? —gritó Marta, con lágrimas en los ojos.

—No quiero su lástima —le respondí, bajando la voz—. Quiero su amor.

Los días pasaron lentos y pesados. Mis otros hijos —Carlos, Verónica, Andrés y Sofía— llamaban cada vez menos. Cuando lo hacían, era para contarme sus problemas: que si el auto se descompuso, que si el jefe los explotaba, que si la vida era dura. Nadie preguntaba cómo estaba yo realmente.

Un domingo cualquiera, decidí reunirlos a todos en casa. Marta cocinó su famoso locro y preparó jugo de maracuyá como cuando eran niños. Cuando llegaron, noté cómo evitaban mirarme a los ojos.

—Papá, ¿para qué nos llamaste? —preguntó Carlos, siempre tan directo.

—Quería verlos juntos —dije—. Hace tiempo que no compartimos una comida.

Verónica miró su celular bajo la mesa; Sofía jugaba con su cabello; Andrés bostezaba sin disimulo.

Durante la comida reinó un silencio incómodo hasta que Marta explotó:

—¿No ven cómo está su padre? ¿No les importa?

Carlos suspiró:

—Mamá, todos tenemos problemas. No es tan fácil como antes.

—¿Y cuándo fue fácil para nosotros? —intervine yo—. ¿Acaso creen que criar cinco hijos fue sencillo? Trabajé día y noche para que ustedes tuvieran lo que yo nunca tuve.

Lucía bajó la cabeza:

—Papá, no es que no queramos ayudarte… pero cada uno tiene su vida ahora.

Sentí un nudo en la garganta. Quise gritarles todo lo que había callado durante años: las veces que me quedé sin comer para que ellos tuvieran leche; las noches sin dormir esperando que regresaran sanos; los sueños postergados por darles un futuro mejor.

Pero solo dije:

—¿Y quién alimenta al padre cuando ya no puede más?

El silencio fue absoluto. Marta lloraba en silencio; mis hijos evitaban mirarme.

Después de ese día, las llamadas se hicieron aún más esporádicas. Marta enfermó del corazón y yo tuve que vender mi viejo colectivo para pagar sus medicinas. Nadie vino a ayudarme con las mudanzas ni con las cuentas del hospital.

Una tarde lluviosa, mientras recogía unas fotos viejas del cajón, encontré una carta que le había escrito a Lucía cuando era niña:

“Querida hija: Si algún día te olvidas de mí, recuerda que tu papá siempre estará esperando tu abrazo.”

Lloré como un niño perdido.

Pasaron los meses y Marta falleció una madrugada fría de julio. La casa quedó vacía y silenciosa. Mis hijos vinieron al velorio pero se marcharon rápido; tenían compromisos ineludibles.

Ahora paso los días sentado en el porche viendo pasar la vida. Los vecinos me saludan con lástima; algunos me traen pan o frutas del mercado. A veces escucho risas de niños jugando en la calle y me pregunto si mis nietos alguna vez sabrán quién fui realmente.

A veces pienso en llamar a mis hijos y pedirles que vengan a verme. Pero el orgullo y el dolor pesan más que la soledad.

¿Será cierto que uno cría hijos para que lo olviden? ¿O será que el amor de padre nunca espera nada a cambio… aunque duela hasta los huesos?