¿Quién es mi padre?

—¿Quién es mi padre? —pregunté en voz baja, casi susurrando, mientras miraba a mamá preparar el café en la cocina. Ella se detuvo un segundo, apretó los labios y siguió removiendo el azúcar como si no hubiera escuchado nada. El silencio se hizo tan pesado que sentí que me ahogaba. Afuera, el bullicio de la Ciudad de México seguía su ritmo, pero dentro de nuestro pequeño departamento en la colonia Narvarte, el tiempo parecía haberse detenido.

Esa pregunta me perseguía desde que tenía memoria. En la primaria, cuando los padres iban a las reuniones o a los festivales, yo era la única que llegaba solo con mamá. Mis amigas preguntaban y yo inventaba historias: que mi papá trabajaba lejos, que estaba enfermo, que volvería pronto. Pero la verdad era que ni siquiera sabía su nombre.

—Oye, Sofi, ¿vamos al cine el domingo? —me preguntó mi mejor amiga, Camila, una tarde mientras hacíamos tarea en mi cuarto.

—No sé… Mamá nunca me deja salir en la noche. Si acaso, solo en el día —le respondí, sintiendo esa punzada de envidia por su libertad.

—Pues vamos en la tarde. Yo compro los boletos —dijo con esa esperanza que siempre me contagiaba.

Miré por la ventana hacia el edificio de enfrente. En el tercer piso, una sombra se movía detrás de las cortinas. Por un instante, sentí que alguien me observaba. Sacudí la cabeza y volví a la realidad.

Esa noche, mientras cenábamos sopa de fideos y tortillas calientes, reuní valor y volví a preguntar:

—Mamá… ¿por qué nunca hablas de mi papá?

Ella dejó la cuchara sobre el plato y me miró con ojos cansados. —Sofía, hay cosas que es mejor no remover —dijo con voz temblorosa.

—Pero yo tengo derecho a saber —insistí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

Mamá suspiró y se levantó de la mesa. La vi caminar hacia su cuarto y cerrar la puerta. Me quedé sola con mi plato frío y un nudo en la garganta.

Los días pasaron y la tensión creció entre nosotras. Camila notó mi tristeza y me animó a buscar respuestas. Una tarde, mientras mamá trabajaba en el hospital como enfermera, rebusqué entre sus cosas. Encontré una caja de madera vieja bajo su cama. Dentro había cartas amarillentas y una foto: un hombre joven de cabello oscuro abrazando a mamá en la playa de Acapulco. Detrás de la foto decía: «Para siempre juntos. Te amo, Ernesto».

Mi corazón latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme. ¿Ese era mi padre? ¿Por qué nunca lo mencionó?

Esa noche enfrenté a mamá con la foto en la mano.

—¿Quién es Ernesto? ¿Es mi papá?

Mamá se sentó en la cama y empezó a llorar. Nunca la había visto así: frágil, derrotada.

—Sí… Ernesto es tu padre —admitió entre sollozos—. Pero él no sabe que existes.

Me quedé helada. —¿Por qué? ¿Dónde está?

—Él era médico residente cuando nos conocimos. Nos enamoramos rápido… pero su familia nunca me aceptó porque yo era «la hija de la sirvienta». Cuando supo que estaba embarazada, ya se había ido a Monterrey para especializarse. No tuve valor para buscarlo… y después tú naciste y todo fue más difícil.

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. —¿Y si quiero conocerlo?

Mamá negó con la cabeza. —No sé dónde está ahora. Y aunque lo supiera… no sé si te haría bien.

No dormí esa noche. Pensé en Ernesto, en cómo sería su voz, si tendría mis mismos ojos o si alguna vez pensó en mí. Al día siguiente le conté todo a Camila y juntas buscamos en redes sociales. Encontramos a un doctor Ernesto Ramírez en Monterrey. Su foto coincidía con la del hombre de la playa.

Le escribí un mensaje privado: «Hola, creo que eres mi papá».

Pasaron días sin respuesta. Mientras tanto, mamá y yo apenas nos hablábamos. Ella estaba herida por haber hurgado en su pasado; yo estaba furiosa por tantos años de mentiras.

Una tarde recibí una llamada desconocida.

—¿Sofía? —La voz era grave y nerviosa—. Soy Ernesto… tu papá.

El mundo se detuvo. Sentí ganas de llorar y gritar al mismo tiempo.

—¿Por qué nunca buscaste a mamá? ¿Por qué nunca supiste de mí? —le reclamé sin poder contenerme.

Él guardó silencio unos segundos.—Tu mamá nunca me dijo nada… Yo… lo siento mucho. No sabía que existías.

Quedamos de vernos en un café del centro histórico el siguiente sábado. Mamá no quería acompañarme; tenía miedo de enfrentar su pasado y perderme también.

El día llegó y fui sola. Cuando lo vi entrar al café, sentí un vértigo extraño: era como mirarme en un espejo del futuro. Tenía mis mismos ojos oscuros y esa sonrisa tímida que siempre creí heredar de mamá.

Hablamos por horas. Me contó sobre su vida en Monterrey, sus hijos (mis medios hermanos), su esposa… Me pidió perdón por no haber estado presente, aunque no fuera su culpa del todo.

Regresé a casa con sentimientos encontrados: alegría por conocerlo, tristeza por todo lo perdido y rabia por el silencio de mamá.

Esa noche discutimos fuerte:

—¡Me robaste la oportunidad de tener un papá! —le grité llorando.

—¡Yo solo quería protegerte! —respondió ella entre lágrimas—. Tenía miedo de que te rechazara…

Nos abrazamos llorando como nunca antes. Entendí que ambas éramos víctimas del miedo y los prejuicios sociales: ella por ser pobre; él por no desafiar a su familia; yo por crecer con un vacío imposible de llenar.

Con el tiempo, empecé a conocer a Ernesto y a mis medios hermanos por videollamada. No fue fácil: sentía celos, enojo e inseguridad. Pero también aprendí a perdonar y a entender que nadie tiene una familia perfecta.

Hoy sigo reconstruyendo mi historia y mi identidad. A veces me pregunto si habría sido diferente si mamá hubiera sido valiente o si Ernesto hubiera luchado por nosotras.

¿Ustedes creen que es mejor vivir con una verdad dolorosa o con una mentira piadosa? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?