¿Quién me robó la vida?

—¿Por qué no me contestas, Julián? —le grité, con la voz quebrada, mientras él bajaba la mirada y fingía buscar algo en el bolsillo. El olor a gasolina y café barato llenaba el aire de la estación, pero yo solo podía oler la traición. Frente a mí, mi exesposo y mi mejor amiga, Verónica, se miraban con una mezcla de culpa y desafío.

No sé cuánto tiempo estuve ahí, parada, sintiendo que el mundo se me caía encima. Veinticinco años de matrimonio con Julián, dos hijos ya grandes, una vida entera construida entre rutinas, domingos familiares y silencios cada vez más largos. Cuando decidimos divorciarnos hace seis meses, pensé que era lo mejor para los dos. Creí que ya no lo amaba, que lo nuestro se había apagado como una vela olvidada en la mesa de la cocina.

Pero verlos juntos, riendo nerviosos, compartiendo un café en esa gasolinera de las afueras de Puebla, me hizo entender que no era solo el final de un matrimonio. Era el final de una vida que yo creía mía. Sentí que alguien me había robado los recuerdos, los sueños y hasta mi propio nombre.

—No es lo que piensas, Lucía —dijo Verónica, dando un paso hacia mí. Su voz temblaba, pero sus ojos no podían sostener los míos.

—¿Entonces qué es? —pregunté, casi suplicando una mentira piadosa.

Julián suspiró. —Lucía, las cosas entre nosotros terminaron hace mucho. No queríamos lastimarte…

Me reí. Un sonido amargo y seco salió de mi garganta. —Pues lo lograron igual.

Salí corriendo de ahí. No recuerdo cómo llegué a casa. Solo sé que al cerrar la puerta sentí un vacío tan grande que pensé que me iba a tragar entera. Me desplomé en el sillón y lloré hasta quedarme dormida.

Al día siguiente, el sol entraba por la ventana como si nada hubiera pasado. Pero yo ya no era la misma. Mis hijos, Mariana y Emiliano, estaban en la universidad y apenas me llamaban para saber si necesitaba algo. Mi madre vivía lejos, en Veracruz, y mi padre había muerto hacía años. De pronto, me vi sola en una casa demasiado grande para una sola persona y con demasiados recuerdos para un solo corazón.

Las semanas pasaron lentas y pesadas. En el supermercado, sentía que todos me miraban con lástima. En el trabajo, mis compañeras murmuraban a mis espaldas: «¿Supiste lo de Lucía? Julián anda con Verónica…». Hasta las vecinas del fraccionamiento parecían disfrutar mi desgracia.

Una noche, mientras cenaba sola frente al televisor apagado, recibí un mensaje de Verónica: «Perdóname. No planeamos esto. Si quieres hablar… aquí estoy».

No respondí. ¿Qué podía decirle? ¿Que me sentía traicionada por la única persona a la que le conté mis miedos más profundos? ¿Que ahora dudaba hasta de mis propios recuerdos?

Empecé a preguntarme quién era yo fuera del matrimonio, fuera de la amistad con Verónica. ¿Qué me gustaba hacer? ¿Qué sueños había dejado guardados en un cajón por cuidar a otros?

Un sábado cualquiera decidí salir sola al mercado del centro. Caminé entre los puestos de flores y frutas frescas, escuchando los gritos de los vendedores y el bullicio de las familias. Me detuve frente a un puesto de libros usados y encontré una novela de Laura Esquivel que había amado en mi juventud. La compré y me senté en una banca a leerla bajo el sol.

Por primera vez en meses sentí algo parecido a la paz.

Esa noche llamé a Mariana.

—Mamá, ¿estás bien? —preguntó ella, con esa mezcla de preocupación y distancia que tienen los hijos adultos.

—No lo sé —le respondí—. Pero creo que quiero intentar estarlo.

Mariana guardó silencio unos segundos.

—Te admiro mucho, mamá. No sé si yo podría soportar lo que tú has pasado.

Colgué con lágrimas en los ojos, pero también con una pequeña chispa de esperanza encendida en el pecho.

Poco a poco empecé a reconstruirme. Me inscribí en clases de cerámica en la Casa de Cultura del barrio. Al principio me sentía torpe y fuera de lugar entre señoras mayores y jóvenes artistas, pero pronto descubrí que mis manos podían crear algo hermoso del barro y el dolor.

Un día, mientras moldeaba una taza imperfecta pero única, la maestra me sonrió:

—Lucía, tienes talento para esto. ¿Nunca pensaste dedicarte al arte?

Me reí por primera vez en mucho tiempo.

—Siempre pensé que no tenía tiempo para mí —le confesé.

—Pues ahora es tu momento —me dijo ella.

Las palabras resonaron en mi cabeza durante días.

A veces Julián me llamaba para hablar de los hijos o para preguntarme por algún papel perdido en la casa. Su voz ya no me dolía tanto como antes; era solo un eco lejano de otra vida.

Verónica intentó buscarme varias veces. Un día la encontré esperándome afuera del trabajo.

—Lucía, por favor…

La miré fijamente.

—¿Por qué? ¿Por qué él? ¿Por qué tú?

Verónica bajó la cabeza.

—No lo planeamos… Empezó después del divorcio… Yo también estaba sola…

—¿Y pensaste en mí alguna vez? —le pregunté con rabia contenida.

—Todo el tiempo —susurró ella—. Pero no pude evitarlo.

La dejé ahí, bajo la lluvia ligera que empezaba a caer sobre la ciudad. No tenía fuerzas para odiarla ni para perdonarla todavía.

Con el paso del tiempo aprendí a vivir con el dolor como quien aprende a caminar con una herida vieja: cojeando al principio, pero avanzando igual. Descubrí nuevas amigas en el taller de cerámica; mujeres como yo, con historias rotas y ganas de empezar otra vez.

Un día Emiliano vino a visitarme.

—Mamá —me dijo mientras tomábamos café en la terraza—, te ves diferente… más feliz.

Sonreí.

—Estoy aprendiendo a quererme otra vez —le respondí—. Y eso es más difícil que cualquier divorcio.

Ahora miro hacia atrás y me doy cuenta de que nadie me robó la vida; simplemente dejé partes de mí misma olvidadas por cuidar a otros. Hoy intento recuperarlas poco a poco: en cada taza de cerámica imperfecta, en cada página leída bajo el sol del mercado, en cada conversación honesta conmigo misma.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo han sentido que su vida ya no les pertenece? ¿Cuántas han tenido que perderlo todo para encontrarse a sí mismas?

¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que te robaron la vida o lograste recuperarla antes de perderte por completo?