¿Regalar o no regalar la casa de nuestros sueños a nuestra hija y su prometido?

—¿Entonces, mamá? ¿Qué piensan hacer con la casa? —La voz de Lucía retumbó en la sala, tan segura, tan directa, que sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

No era la primera vez que hablábamos del tema, pero nunca lo había dicho así, tan de frente. Mi esposo, Ernesto, se quedó callado, mirando el suelo como si buscara respuestas entre las baldosas que él mismo colocó hace años. Yo apreté los labios y sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas. Doce años. Doce años de sacrificios, de domingos sin descanso, de noches en vela pensando si alcanzaríamos para el cemento o si podríamos pagarle al albañil.

—Mamá, es que… —Lucía bajó la voz—. Con Julián queremos empezar nuestra vida juntos. Esta casa es grande, tiene jardín, está cerca del trabajo de los dos. Ustedes ya están grandes, podrían buscar algo más pequeño… más fácil de mantener.

Me dolió. No solo por el tono práctico, sino porque sentí que mi hija veía nuestro hogar como un mueble viejo que se puede cambiar por algo más moderno. Ernesto levantó la mirada y le respondió con voz temblorosa:

—Esta casa no es solo paredes y techo, Lucía. Aquí creciste tú, aquí enterramos a tu abuela en el jardín, aquí celebramos tus quince años…

Lucía suspiró y rodó los ojos. —Papá, no lo digo por mal. Solo pienso en lo mejor para todos.

Me levanté y fui a la cocina. Necesitaba respirar. Mientras lavaba una taza, recordé cuando llegamos a este terreno baldío en las afueras de Córdoba. No había nada más que maleza y promesas. Ernesto y yo trabajábamos en la fábrica, turnos dobles para ahorrar cada peso. Lucía era una niña entonces, corría entre los ladrillos apilados y soñaba con tener su propio cuarto pintado de rosa.

Ahora ella quería todo eso para sí misma y su futuro esposo. ¿Era justo? ¿Era egoísta negárselo?

Esa noche, Ernesto y yo discutimos hasta tarde.

—¿Y si se la damos? —me preguntó él—. Al final, ¿para qué queremos tanto espacio?

—¿Y si después se separan? ¿Y si Julián nos saca de aquí? —le respondí con rabia contenida—. ¡No conocemos bien a ese muchacho! Apenas llevan dos años juntos.

Ernesto suspiró. —Es nuestra hija…

—Pero también es nuestra vida —le dije—. ¿Acaso no tenemos derecho a disfrutar lo que construimos?

Los días siguientes fueron un desfile de recuerdos y dudas. Mi hermana Marta vino a visitarnos y le conté todo mientras tomábamos mate en el patio.

—No seas tonta —me dijo—. Si les das la casa ahora, mañana te dejan en la calle. Yo vi cómo le pasó a la vecina de enfrente: le regaló la casa al hijo y la nuera la echó cuando se pelearon.

Pero también pensé en mi madre, que siempre decía: «Uno trabaja para los hijos». ¿No era ese el sentido de todo esto?

Lucía volvió a insistir una semana después. Esta vez vino con Julián.

—Suegros —dijo él con una sonrisa forzada—, nosotros queremos formar una familia aquí. Prometemos cuidarlos siempre.

No pude evitar sentir desconfianza. Julián era amable pero distante; nunca ayudó en las refacciones ni preguntó por nuestra salud cuando estuvimos enfermos el año pasado.

—¿Y si les prestamos la casa un tiempo? —propuse—. Nosotros podríamos mudarnos a la pieza del fondo mientras ustedes se acomodan.

Lucía frunció el ceño.—No es lo mismo, mamá. Queremos sentir que es nuestro hogar, no estar de prestados.

Esa noche lloré sola en mi cuarto. Sentí culpa por desconfiar de mi propia hija, pero también miedo de perderlo todo. Ernesto me abrazó en silencio.

Al día siguiente fui al mercado y me encontré con doña Rosa, una vecina sabia.

—Mirá, querida —me dijo—, uno puede darlo todo por los hijos, pero también tiene que pensar en uno mismo. Si ustedes no están seguros, no lo hagan. La casa es suya hasta el último día.

Volví a casa con el corazón apretado. Lucía me esperaba sentada en el porche.

—Mamá —me dijo suavemente—, ¿por qué no confías en mí?

La miré a los ojos y vi a la niña que fui capaz de proteger contra todo. Pero también vi a una mujer adulta, con sueños propios.

—No es falta de confianza —le respondí—. Es miedo a perder lo único que tenemos seguro.

Ella lloró conmigo esa tarde. Hablamos largo rato sobre lo que significa heredar algo: no solo paredes y techos, sino historias, sacrificios y amor.

Hoy sigo sin saber qué hacer. Ernesto dice que esperemos un año más; Lucía insiste en que tomemos una decisión antes de su boda.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde llega el amor de madre? ¿Debo ceder lo que tanto nos costó por verla feliz? ¿O tengo derecho a cuidar mi propio bienestar?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Es egoísmo proteger nuestro hogar o es justo pensar primero en nosotros después de tantos años de lucha?