Regresé a casa con mi bebé y un vacío me esperaba
—¿Cómo que no compraste los pañales, Andrés?— Mi voz temblaba, pero no era de cansancio, era de rabia. Acababa de cruzar la puerta del departamento, con mi hija en brazos, apenas dos días después de la cesárea. El olor a humedad y a comida vieja me golpeó antes que cualquier bienvenida. La cuna seguía en su caja, arrinconada junto a la mesa del comedor. No había ni una sola prenda de bebé lavada. El único paquete de toallitas húmedas estaba abierto y seco.
Andrés me miró desde el sillón, con el celular en la mano y la camiseta manchada de café. —Pensé que todavía teníamos tiempo…— murmuró, sin levantar la vista. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Tiempo? ¿Para qué? Nuestra hija ya estaba aquí, dormida en mi pecho, ajena al caos que la recibía.
Me senté en la única silla libre y sentí cómo el dolor de la herida se mezclaba con una angustia más profunda. Recordé las promesas de Andrés durante el embarazo: “Yo me encargo de todo, tú solo descansa”. Pero ahora, en el momento más crítico, parecía que yo era invisible.
—¿Y si se despierta? ¿Dónde la cambio? ¿Dónde duerme?— pregunté, casi suplicando una reacción. Andrés solo se encogió de hombros.
Mi mamá siempre decía que los hombres cambian cuando ven a sus hijos por primera vez. Pero Andrés seguía igual: distraído, ausente, como si nada hubiera cambiado. Me pregunté si era culpa mía por confiar tanto en él o si simplemente nunca estuvo preparado para ser papá.
Esa noche fue un infierno. La bebé lloraba y yo no encontraba ni una manta limpia para envolverla. Busqué entre las bolsas del hospital y encontré una frazada vieja que olía a guardado. Lloré en silencio mientras la arropaba, sintiendo que le fallaba desde el primer día.
A las tres de la mañana, con la bebé pegada al pecho y los ojos ardiendo de sueño, escuché a Andrés roncar en el sillón. No se había movido ni una vez para ayudarme. Recordé a mi abuela diciendo que las mujeres latinoamericanas siempre cargan solas con todo. ¿Era eso lo que me esperaba?
Al día siguiente, llamé a mi mamá. —Mamá, necesito ayuda— susurré entre lágrimas. Ella llegó en media hora, trayendo pañales, ropa limpia y comida caliente. Me abrazó fuerte y me dijo al oído: —No estás sola, hija. Pero tienes que hablar claro con Andrés.
Esa tarde, cuando Andrés volvió del trabajo (sí, se fue a trabajar como si nada), lo enfrenté:
—¿Tú entiendes lo que está pasando aquí?— le pregunté, mirándolo directo a los ojos.
Él suspiró y se sentó frente a mí. —Estoy cansado, Lucía. El trabajo está pesado y pensé que tú podías con esto…
Sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. —¿Crees que esto es solo mi responsabilidad? ¡Es tu hija también!— grité, sin poder contenerme.
Andrés bajó la cabeza y murmuró: —No sé qué hacer… Me siento inútil.
Por un momento quise abrazarlo, pero el cansancio pudo más. —Aprende— le dije—. Porque yo no puedo sola.
Esa noche dormimos en silencio. Yo con la bebé en brazos y él en el borde de la cama, mirando al techo. Al día siguiente empezó a moverse: armó la cuna (mal, pero lo intentó), fue al supermercado por pañales y hasta lavó un par de mamelucos.
Pero el daño ya estaba hecho. Empecé a dudar de todo: ¿sería capaz de confiar en él otra vez? ¿Podría perdonar ese abandono justo cuando más lo necesitaba?
Las semanas pasaron y las cosas mejoraron un poco, pero nunca volví a sentirme segura a su lado. Cada vez que la bebé lloraba o necesitaba algo urgente, sentía un nudo en el estómago: ¿y si Andrés vuelve a fallar?
Un día, mientras amamantaba a mi hija mirando por la ventana del pequeño departamento en Ciudad de México, pensé en todas las mujeres que pasan por lo mismo: parejas ausentes, promesas rotas y una maternidad solitaria aunque haya alguien más en casa.
Mi hermana menor vino a visitarme y me dijo: —Lucía, tienes que decidir si quieres seguir así o si prefieres criar sola pero en paz.
No supe qué responderle. La idea de separarme me daba miedo, pero más miedo me daba quedarme atrapada en una relación donde no podía contar con él.
Una noche escuché a Andrés hablar por teléfono con su mamá:
—No sé cómo ayudarla… Siento que haga lo que haga está mal…
Me acerqué y le dije: —No quiero que hagas todo perfecto. Solo quiero sentir que estamos juntos en esto.
Él asintió y por primera vez vi lágrimas en sus ojos.
La vida siguió su curso: aprendimos a turnarnos para cuidar a la bebé, a pedir ayuda cuando no podíamos más y a hablar sin gritar cuando algo nos dolía. Pero nunca olvidé ese primer día: el vacío, el miedo y la soledad absoluta.
Hoy mi hija tiene seis meses y sonríe cada vez que ve a su papá. Yo sigo luchando con mis dudas y mis heridas invisibles. A veces pienso que el amor no es suficiente cuando falta compromiso.
¿Ustedes qué harían? ¿Perdonarían ese abandono o buscarían empezar de nuevo? ¿Cuántas mujeres han sentido este vacío al llegar a casa con su bebé?