Regreso a San Isidro: El reencuentro que nunca imaginé
—¿Por qué volviste, Tomás? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, tan fría como la mañana nublada que me recibió en San Isidro.
No supe qué responderle. Miré sus manos, arrugadas por los años y el trabajo, mientras revolvía el café con una cucharita de metal. El aroma me transportó a mi infancia, pero la tensión en el aire me devolvió al presente. Habían pasado catorce años desde que crucé la plaza por última vez, mochila al hombro y sueños de ciudad en la cabeza. Ahora, con treinta y dos años y el corazón hecho trizas, regresaba al mismo punto de partida.
—Mamá… vine porque necesitaba verlos. Porque extraño esto —dije, señalando la mesa, el mantel de hule floreado, las tazas desportilladas. Todo seguía igual, menos yo.
Ella suspiró y se sentó frente a mí. —Tu papá no está igual que antes. La diabetes lo tiene mal. Y tu hermana… bueno, ya la verás.
El silencio se instaló entre nosotros como un tercer comensal. Afuera, los gallos cantaban y el viento traía el olor a tierra mojada. Me pregunté si alguien más habría cambiado tanto como yo.
Salí a caminar por las calles polvorientas. Saludé a don Ernesto en la tienda, a la señora Rosa que vendía empanadas. Todos me miraban con una mezcla de sorpresa y recelo. «El hijo pródigo», escuché murmurar a una vecina. Sentí el peso de sus expectativas y reproches.
En la esquina de la plaza, junto al quiosco donde aprendí a tocar la guitarra, la vi. Lucía. Mi primer amor. La misma sonrisa tímida, el cabello recogido en una trenza larga. Sostenía de la mano a una niña pequeña, idéntica a ella cuando tenía diez años.
—Tomás… —susurró, como si mi nombre fuera un secreto que no debía pronunciarse.
Me quedé helado. No supe si abrazarla o salir corriendo. Ella fue mi todo antes de irme: las tardes pescando juntos en el arroyo, los bailes en la feria del pueblo, los besos robados detrás de la iglesia. Pero también fue mi mayor herida: la carta que nunca respondí, la promesa rota de regresar por ella.
—Hola, Lucía —logré decir—. No sabía que…
—Que tenía una hija —completó ella, mirándome directo a los ojos.
La niña me observaba con curiosidad. Tenía mis mismos ojos oscuros. Sentí un vértigo en el estómago.
—¿Es…? —quise preguntar, pero las palabras se me atoraron en la garganta.
Lucía negó con la cabeza antes de que pudiera terminar la frase.
—No es tuya, Tomás. No te preocupes —dijo con una sonrisa triste—. Pero sí es mi vida ahora.
Nos sentamos en una banca bajo el árbol de mango que tantas veces nos dio sombra. Hablamos poco; las palabras sobraban entre nosotros. Ella me contó que se casó joven con un muchacho del pueblo, que enviudó hace tres años en un accidente de moto. Que trabaja limpiando casas y que su madre está enferma.
—¿Y tú? ¿Por qué volviste? —preguntó finalmente.
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que la ciudad me devoró? Que los sueños se volvieron rutina y soledad. Que el trabajo en la oficina era una jaula dorada y que cada noche pensaba en ella, en nosotros, en lo que pudo ser.
—Me cansé de estar solo —confesé—. De sentirme extranjero en todas partes menos aquí.
Lucía bajó la mirada y acarició el cabello de su hija.
—Aquí tampoco es fácil —susurró—. Pero al menos uno sabe quién es.
Esa noche cenamos todos juntos en casa: mis padres, mi hermana Mariana —ahora madre soltera también— y yo. La conversación giraba en torno a problemas cotidianos: el precio del maíz, la sequía, los apagones constantes. Pero bajo esa superficie hervían viejos rencores.
—¿Y para qué volviste? ¿A quedarte o solo de visita? —preguntó Mariana con voz cortante.
—No sé… —admití—. Solo sé que extraño esto.
Mi padre tosió fuerte y se limpió la boca con el dorso de la mano.
—Aquí siempre hay lugar para uno más —dijo—. Pero hay que ganárselo.
Sentí el reproche disfrazado de bienvenida. Sabía que tendría que demostrarles que no era solo un turista nostálgico.
Los días pasaron lentos pero intensos. Ayudé a mi padre en el campo; mis manos citadinas se llenaron de ampollas y tierra. Escuché las historias del pueblo: jóvenes que emigraron y nunca volvieron, otros que regresaron derrotados por la vida urbana. Vi cómo Lucía luchaba cada día por su hija y por su madre enferma; cómo Mariana peleaba con su ex por la pensión alimenticia; cómo mi madre rezaba cada noche para que no nos faltara nada.
Una tarde, mientras arreglaba el techo del gallinero con mi padre, él me miró serio:
—¿Te arrepientes de haberte ido?
Me quedé pensando largo rato antes de responderle:
—A veces sí… pero si no me hubiera ido, nunca habría entendido lo que realmente importa.
Esa noche busqué a Lucía en su casa humilde al borde del pueblo. La encontré sentada en el patio, mirando las estrellas mientras su hija dormía adentro.
—¿Te acuerdas cuando juramos que íbamos a irnos juntos? —le pregunté.
Ella sonrió con nostalgia.
—Sí… pero tú te fuiste solo.
Sentí una punzada de culpa tan fuerte como hace catorce años.
—Perdón —susurré—. Por no volver antes, por no escribirte más… por todo lo que te fallé.
Lucía tomó mi mano entre las suyas:
—Ya pasó, Tomás. Aquí aprendemos a vivir con las heridas abiertas… pero también sabemos perdonar.
Nos quedamos en silencio largo rato, escuchando los grillos y el murmullo lejano del río.
Al día siguiente decidí quedarme más tiempo en San Isidro. Ayudé a organizar una kermés para recaudar fondos para la escuela del pueblo; volví a tocar la guitarra en el quiosco; llevé a Lucía y su hija al arroyo donde pescábamos de niños. Poco a poco sentí cómo el pueblo volvía a aceptarme como uno más.
Pero no todo era fácil: algunos amigos del pasado me reclamaron por haberlos olvidado; otros me miraban con desconfianza; mi hermana seguía resentida porque yo «escapé» mientras ella se quedó a cuidar a nuestros padres. Las discusiones familiares eran frecuentes: sobre dinero, sobre responsabilidades, sobre sueños frustrados.
Una noche discutí fuerte con Mariana:
—¡Tú no sabes lo duro que fue quedarme aquí! ¡Tú tuviste opciones! —gritó entre lágrimas.
Me dolió verla así; entendí que todos cargamos nuestras propias batallas y culpas.
Con Lucía las cosas avanzaban lento pero seguro; compartíamos silencios cómodos y miradas cómplices. Un día me confesó:
—A veces pienso que si te hubieras quedado… todo sería distinto. Pero también sé que cada quien tiene su camino.
La vida en San Isidro no era perfecta ni fácil; pero era real, llena de amor imperfecto y luchas diarias. Aprendí a valorar lo pequeño: el café caliente al amanecer, las risas en familia aunque hubiera problemas, el abrazo sincero después de una discusión.
Hoy escribo esto desde el mismo cuarto donde soñaba con escapar; ahora sueño con quedarme y construir algo nuevo aquí, aunque sea desde cero.
¿Vale la pena regresar al lugar donde uno fue feliz alguna vez? ¿O es mejor seguir adelante sin mirar atrás? No tengo todas las respuestas… pero sé que aquí encontré algo que creí perdido: un hogar.