Rivales de la infancia: una historia de esperanza y heridas abiertas

—¿Y entonces, Camilo? ¿Todavía piensas que todo fue mi culpa? —La voz de Julián retumbó en la penumbra del corredor, justo cuando el sol se escondía detrás de los cafetales. Me quedé quieto, sentado en la vieja banca de madera que crujía igual que hace veinte años, cuando éramos niños y soñábamos con conquistar el mundo desde este mismo rincón del campo colombiano.

No respondí de inmediato. El aire olía a tierra mojada y a nostalgia. Julián, mi primo, mi hermano de crianza, el que fue mi sombra y mi rival desde que tengo memoria. Pero también el que me arrebató la confianza con una sola decisión: quedarse con la herencia de mi abuelo, esa pequeña finca que era el corazón de nuestra familia.

—No sé qué pensar, Julián —le dije al fin, tragando saliva—. Han pasado tantos años…

Él se sentó a mi lado, dejando un espacio entre nosotros. Su silueta se recortaba contra la luz amarilla que salía de la cocina, donde mi mamá tarareaba una vieja canción vallenata mientras preparaba café.

—¿Recuerdas cuando nos escapábamos a nadar al río? —preguntó Julián, con una sonrisa triste—. Éramos inseparables, Camilo. ¿En qué momento todo se jodió?

La pregunta me atravesó como un machetazo. Cerré los ojos y vi a mi abuelo, Don Ernesto, sentado en su hamaca, contándonos historias de cuando él mismo levantó la finca con sus propias manos. Vi a mi papá y al tío Álvaro discutiendo sobre quién debía quedarse con la tierra. Vi a Julián y a mí, escuchando detrás de la puerta, sin entender que esa pelea nos iba a marcar para siempre.

—Se jodió cuando decidiste firmar esos papeles —le dije, con la voz temblorosa—. Cuando preferiste quedarte con todo antes que compartirlo conmigo.

Julián suspiró y bajó la cabeza. El silencio se hizo pesado entre nosotros, solo roto por el canto lejano de un gallo despistado.

—No fue tan simple —murmuró—. Mi papá me presionó. Dijo que si no lo hacía, nos íbamos a quedar en la calle. Yo tenía miedo…

—¿Y yo? ¿No pensaste en mí? —le interrumpí—. ¿En mi mamá? ¿En lo que significaba esa tierra para todos?

Julián me miró con los ojos llenos de culpa. Por un momento, vi al niño que fue: flaco, descalzo y lleno de sueños rotos.

—Lo siento, Camilo. De verdad lo siento. Pero ya nada puede cambiar lo que pasó.

Me levanté bruscamente. La rabia me quemaba por dentro, mezclada con una tristeza vieja y pegajosa.

—¿Sabes cuántas veces soñé con volver aquí? —le dije—. Pero no podía… No podía enfrentar todo esto. Ver cómo la finca se caía a pedazos mientras ustedes peleaban por cada metro de tierra.

Julián se puso de pie también. Por un segundo pensé que iba a gritarme, como tantas veces cuando éramos adolescentes. Pero solo se acercó y puso una mano en mi hombro.

—Camilo… ¿Tú crees que yo no sufro? Perdí a mi mejor amigo. Perdí a mi familia. Esta finca ya no es un hogar… es solo un recuerdo amargo.

La puerta se abrió y mi mamá salió con dos tazas de café humeante.

—¿Van a seguir peleando toda la noche? —dijo con voz cansada pero firme—. Ya está bueno, muchachos. Si Don Ernesto los viera así…

Nos miramos en silencio mientras ella nos entregaba el café. Sus manos temblaban un poco; los años no pasan en vano.

—Mamá… —empecé a decir, pero ella me interrumpió.

—No quiero escuchar más reproches ni lamentos —sentenció—. Ustedes son familia. Y la familia no se abandona por un pedazo de tierra.

Julián asintió lentamente. Yo sentí un nudo en la garganta.

—¿Y si intentamos arreglarlo? —propuso él, casi en un susurro—. No sé cómo… pero tal vez podamos salvar algo de lo que fuimos.

Me quedé mirando el café, viendo cómo el vapor se mezclaba con el aire fresco de la noche. Recordé las risas, los juegos en el lodo, las carreras entre los árboles de guayaba… ¿Era posible volver atrás?

—No sé si pueda perdonarte del todo —admití—. Pero tampoco quiero seguir cargando este odio.

Julián sonrió por primera vez en años.

—Eso es suficiente para empezar —dijo.

Nos quedamos ahí, bajo las estrellas, escuchando los grillos y el murmullo lejano del río donde alguna vez fuimos felices. La finca seguía vieja y descuidada, pero por primera vez sentí una chispa de esperanza.

Al día siguiente nos levantamos temprano y recorrimos juntos los campos abandonados. Hablamos poco; las palabras sobraban ante tanta historia compartida. Julián me mostró los árboles frutales que aún resistían y las vacas flacas que pastaban sin rumbo fijo.

—Si trabajamos juntos —me dijo—, tal vez podamos levantar esto otra vez.

Asentí en silencio. Sabía que no sería fácil: había heridas profundas, resentimientos guardados y una familia rota por la ambición y el miedo. Pero también había algo más fuerte: el deseo de reconstruir lo perdido.

Esa noche, mientras escribía una carta para mi hermana en Bogotá contándole lo sucedido, pensé en todas las familias que se destruyen por herencias, por orgullo o por secretos nunca confesados. Pensé en cuántos Camilos y Juliánes hay en Colombia y en toda Latinoamérica, luchando por sanar lo que otros rompieron.

A veces me pregunto: ¿vale la pena perderlo todo por un pedazo de tierra? ¿O es más valioso el perdón y la esperanza de empezar de nuevo?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?