Rompiendo cadenas: El despertar de una hija

—¿Por qué le contaste a tu mamá que discutimos? —me preguntó Julián, con la voz baja, casi temblorosa, mientras recogía los platos de la cena.

Me quedé helada. El vapor del arroz aún flotaba en el aire, pero yo sentía frío. No supe qué responderle. Era cierto: apenas colgamos después de pelear, llamé a mi mamá, como siempre. Ella me escuchó, me aconsejó, y luego, como siempre, me dijo qué debía hacer. Y yo obedecí.

—No sé… —balbuceé—. Es que ella siempre sabe qué decirme.

Julián dejó los platos en el fregadero con más fuerza de la necesaria. —¿Y yo? ¿No cuenta lo que yo siento? ¿O lo que nosotros queremos?

Me dolió. Pero más me dolió darme cuenta de que no tenía respuesta. Mi mamá, Rosa María, era mi brújula desde niña. Cuando papá se fue de la casa en Veracruz y nos dejó solas, ella se convirtió en todo: madre, padre, amiga, consejera. Yo era su confidente, su orgullo… y también su proyecto.

Pero ahora, casada y viviendo en Ciudad de México, sentía que esa protección se había vuelto una sombra. Rosa María opinaba sobre todo: cómo debía vestir, qué debía cocinarle a Julián, cuándo era momento de buscar un hijo. Y yo… yo nunca le decía que no.

Esa noche no dormí. Julián se fue al sillón y yo me quedé mirando el techo, preguntándome en qué momento mi vida dejó de ser mía.

Al día siguiente, Rosa María llamó temprano. —¿Ya hablaste con Julián? Recuerda lo que te dije: los hombres son como niños, hay que saberlos llevar. No te dejes.

Sentí una punzada en el pecho. —Sí, mamá…

—¿Y ya le preparaste su desayuno? Un hombre con hambre es un hombre enojado.

Colgué rápido. Fui a la cocina y vi a Julián preparando café solo para él. Me miró de reojo.

—¿Otra vez hablaste con tu mamá?

No respondí. Me senté a su lado y por primera vez en mucho tiempo, lo miré de verdad: ojeras profundas, la barba sin afeitar, los ojos tristes. ¿Cuándo fue la última vez que reímos juntos?

—Julián… —susurré—. ¿Tú crees que mi mamá nos está haciendo daño?

Él suspiró largo. —No es tu mamá… Es que tú no sabes ponerle límites. Yo te amo, pero no quiero vivir con dos mujeres diciéndome qué hacer.

Me dolió escucharlo. Pero tenía razón.

Esa tarde fui a ver a mi hermana menor, Mariana. Ella siempre fue más rebelde; se fue de casa a los dieciocho y apenas habla con mamá.

—¿Por qué crees que me fui? —me dijo Mariana mientras tomábamos café en su departamento pequeño pero lleno de plantas—. Mamá quiere vivir nuestras vidas porque la suya se quedó vacía cuando papá se fue.

—Pero… ¿no te da culpa? —le pregunté.

Mariana me miró con ternura. —Claro que sí. Pero también me da miedo terminar como ella: sola y amargada porque nunca aprendió a soltar.

Volví a casa con un nudo en la garganta. Esa noche esperé a Julián despierta.

—Quiero intentar algo —le dije—. Quiero poner límites con mi mamá. Pero necesito tu ayuda.

Él me abrazó fuerte, como si hubiera estado esperando esas palabras desde siempre.

El primer intento fue un desastre. Rosa María llegó sin avisar un domingo por la mañana «para ayudarnos» a limpiar el departamento. Empezó a criticar el desorden, el polvo en las repisas, la comida «demasiado simple» que yo preparaba.

Julián me miró desde la sala, esperando mi reacción.

—Mamá —dije temblando—, gracias por venir, pero hoy queremos estar solos.

Ella me miró como si le hubiera dado una bofetada.

—¿Te molestan mis visitas? Solo quiero ayudarte…

—Lo sé —dije tragando saliva—. Pero necesito aprender a hacer las cosas sola.

Rosa María recogió su bolso y salió sin despedirse. Lloré toda la tarde.

Durante semanas hubo silencio entre nosotras. Me sentía culpable y liberada al mismo tiempo. Julián y yo empezamos a hablar más: de nuestros sueños, de nuestros miedos, incluso de tener un hijo algún día… pero solo cuando ambos estuviéramos listos.

Un día recibí un mensaje de voz de mi mamá:

—Hija… solo quería decirte que te extraño. Perdóname si te he hecho sentir mal. No sé cómo ser mamá de una mujer adulta… Solo quiero que seas feliz.

Lloré al escucharla. Por primera vez entendí que ella también tenía miedo: miedo a quedarse sola, miedo a perderme.

La llamé esa noche y hablamos largo rato. No resolvimos todo, pero por primera vez sentí que podía ser hija sin dejar de ser yo misma.

Hoy sigo aprendiendo a poner límites. A veces fallo; otras veces me sorprendo de mi propia fuerza. Julián y yo estamos mejor que nunca, aunque el camino ha sido duro.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres en Latinoamérica viven atrapadas entre el deber de ser hijas perfectas y el deseo de ser libres? ¿Cuántas madres no saben soltar porque nadie les enseñó?

¿Y tú? ¿Has tenido el valor de romper tus propias cadenas?