Se fue y me dejó sola con nuestro hijo: La noche en que mi mundo se derrumbó
—¡No me mientas, Mariana! —gritó Julián, su voz temblando de rabia y miedo mientras yo sostenía a Emiliano, nuestro bebé, que lloraba desconsolado en mis brazos. El eco de sus palabras rebotó en las paredes de la casa humilde que habíamos construido juntos en San Miguel del Alto. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina como si quisiera arrancarlo.
—Julián, por favor, escúchame… —intenté suplicar, pero él ya había tomado su mochila y, sin mirar atrás, salió bajo el aguacero. La puerta se cerró de un portazo que sentí en el pecho. Me quedé ahí, paralizada, con Emiliano apretado contra mi pecho, sintiendo cómo mi mundo se desmoronaba.
No sé cuánto tiempo estuve así. Tal vez minutos, tal vez horas. Solo recuerdo el frío, el llanto de mi hijo y el silencio brutal que siguió a la tormenta. Esa noche supe lo que era estar verdaderamente sola.
La noticia corrió rápido por el pueblo. En San Miguel todos se conocen y todos hablan. Al día siguiente, mientras iba al mercado por leche y pañales, sentí las miradas clavadas en mi espalda. Las señoras murmuraban detrás de sus rebozos: “Dicen que Mariana le fue infiel a Julián… pobre hombre”.
Mi madre, Doña Teresa, llegó esa tarde con su cara dura y sus palabras aún más duras:
—¿Qué hiciste, Mariana? ¿Por qué lo provocaste? —me preguntó sin mirarme a los ojos.
—Mamá, yo no hice nada…
—Eso díselo a Dios —me cortó—. Ahora tienes que apechugar.
Me dolió más su desconfianza que la de Julián. Siempre fui la hija obediente, la que nunca salía sin permiso, la que soñaba con una familia feliz. Pero en ese momento entendí que para todos era más fácil culparme a mí que aceptar que Julián había huido.
Los días siguientes fueron una mezcla de rutinas agotadoras y noches interminables. Emiliano lloraba mucho; yo apenas dormía. No tenía dinero suficiente porque Julián se llevó lo poco que teníamos ahorrado. Busqué trabajo limpiando casas y vendiendo tamales en la plaza los domingos. A veces no vendía nada y regresaba con las manos vacías y el corazón aún más vacío.
Mi suegra, Doña Lupita, venía a veces a ver al niño. Nunca preguntó por mí ni me ofreció ayuda. Solo miraba a Emiliano con tristeza y luego se iba sin despedirse.
Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, escuché a dos vecinas hablando cerca de la barda:
—Dicen que Mariana anda con el doctor del centro de salud…
—¿Y Julián? Pues ni modo, así son las mujeres ahora.
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué nadie preguntaba cómo estaba yo? ¿Por qué era tan fácil juzgarme?
Pasaron los meses y aprendí a sobrevivir con poco. Emiliano crecía sano y fuerte; su sonrisa era mi única luz entre tanta oscuridad. Pero cada vez que veía a una pareja caminando junta por la plaza o escuchaba risas familiares en las casas vecinas, sentía una punzada de dolor.
Un día recibí una carta de Julián. Decía que estaba en Monterrey trabajando en una fábrica y que necesitaba tiempo para pensar. No mencionó a Emiliano ni me preguntó cómo estábamos. Solo decía: “Ojalá puedas perdonarme algún día”.
Rompí la carta entre lágrimas. ¿Perdonarlo? ¿Por qué siempre nos piden a las mujeres que perdonemos?
La vida siguió su curso. Un año después, logré ahorrar lo suficiente para rentar un pequeño local y vender antojitos por las tardes. Poco a poco la gente empezó a verme diferente; algunos incluso me compraban para ayudarme. Pero nunca faltaron los comentarios malintencionados o las miradas de lástima.
Una noche, mientras cerraba el local, llegó mi madre con una bolsa de pan dulce.
—Te admiro, hija —me dijo bajito—. No sé cómo has aguantado tanto.
Por primera vez en mucho tiempo sentí que alguien me veía realmente.
A veces Julián llama para preguntar por Emiliano. Dice que quiere verlo pero nunca viene. Yo ya no espero nada de él. Aprendí a ser madre y padre para mi hijo; aprendí a no depender de nadie más que de mí misma.
Pero todavía me pregunto: ¿Por qué es tan fácil juzgar a una mujer sola? ¿Por qué nos culpan aunque no tengamos la culpa? ¿Cuántas Marianas hay allá afuera luchando cada día por sobrevivir?
¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que el mundo te da la espalda cuando más lo necesitas?