Setenta años y un silencio: La historia de una madre mexicana

—¿Por qué no contestas, Santiago?— susurré al teléfono, escuchando el tono interminable que se cortaba en el buzón de voz. Era la tercera vez en la semana que marcaba su número, sabiendo que probablemente no recibiría respuesta. El reloj marcaba las 11:47 de la noche y la ciudad de Puebla dormía, pero yo no podía. Faltaban solo días para mi cumpleaños setenta y el silencio en mi casa era tan denso como el aire antes de una tormenta.

Recuerdo cuando Santiago era pequeño y corría por el patio de la casa, gritando que quería ser astronauta. Yo le preparaba arroz con leche y le contaba historias de mi infancia en Veracruz. Pero todo eso parece tan lejano ahora, como si perteneciera a otra vida. Mi esposo, Ernesto, nunca fue un hombre fácil. Su carácter fuerte y sus gritos llenaban la casa, y yo, por miedo o costumbre, nunca supe ponerle un alto. Santiago creció entre discusiones y portazos. Muchas veces me pregunté si debí irme, si debí protegerlo mejor.

—Mamá, ¿por qué siempre le gritas a papá?— me preguntó Santiago una noche, cuando tenía apenas doce años. Yo no supe qué responderle. Me limité a abrazarlo fuerte, como si ese abrazo pudiera borrar los gritos y las lágrimas.

Los años pasaron y Santiago se fue a estudiar a la UNAM. Al principio me llamaba cada semana; me contaba de sus clases, de sus amigos, de cómo extrañaba el mole poblano. Pero luego conoció a Fernanda. Al principio me alegré: era una muchacha educada, de familia trabajadora en Oaxaca. Pero pronto noté que algo cambiaba en Santiago. Sus llamadas se hicieron menos frecuentes, sus visitas más cortas.

La primera vez que Fernanda vino a casa, sentí su mirada fría sobre mí. Durante la cena, apenas probó la comida y se limitó a hablar con Santiago en voz baja. Después supe por mi hijo que Fernanda pensaba que yo era «demasiado controladora» y que «no sabía poner límites». Me dolió, pero no dije nada. No quería perder a mi hijo.

El verdadero quiebre llegó una tarde de diciembre. Había preparado tamales para toda la familia y esperaba con ilusión la llegada de Santiago y Fernanda. Pero nunca llegaron. Llamé varias veces hasta que finalmente Santiago contestó:

—Mamá, no vamos a poder ir. Fernanda no se siente cómoda en tu casa.

—¿Por qué? ¿Qué hice mal?— pregunté con la voz temblorosa.

—Es complicado… Dice que siempre te metes en todo y que no respetas nuestro espacio.

Sentí un nudo en la garganta. Quise explicarle que solo quería ayudar, que mi intención nunca fue invadirlos. Pero él ya había colgado.

Desde entonces, las llamadas fueron menos frecuentes hasta desaparecer por completo. Intenté acercarme a Fernanda: le mandé mensajes por WhatsApp, le regalé un rebozo hecho a mano para su cumpleaños… Nunca respondió.

Mi esposo Ernesto falleció hace tres años. La casa se volvió aún más silenciosa. A veces me siento en el sillón junto a la ventana y veo pasar a los niños rumbo a la escuela. Me pregunto si algún día conoceré a mis nietos o si Fernanda les contará historias sobre una abuela mala y entrometida.

Hace unos meses, intenté hablar con Santiago una vez más:

—Hijo, sé que cometí errores… Pero te extraño mucho.

Su respuesta fue breve:

—Mamá, necesito tiempo. Fernanda está embarazada y queremos tranquilidad.

Colgó antes de que pudiera felicitarlo o pedirle perdón.

A veces pienso en todas las cosas que pude haber hecho diferente: haber dejado a Ernesto antes de que el ambiente se volviera tóxico; haber escuchado más a Santiago en vez de imponerle mis miedos; haber aprendido a soltarlo cuando era necesario.

Las vecinas me dicen que debería buscar ayuda profesional o ir a la iglesia para encontrar consuelo. Pero nada llena el vacío de un hijo ausente. En los mercados veo madres e hijos discutiendo por tonterías y siento ganas de decirles: «No pierdan el tiempo enojados; después puede ser demasiado tarde».

El otro día encontré una vieja carta que Santiago me escribió cuando tenía ocho años:

«Mamá, gracias por cuidarme cuando estoy enfermo y por contarme cuentos antes de dormir. Cuando sea grande quiero ser como tú».

Leí esas palabras una y otra vez hasta quedarme dormida llorando.

Ahora solo espero que algún día Santiago entienda que todo lo hice por amor, aunque muchas veces me equivoqué en la forma. Me gustaría abrazarlo una vez más antes de irme de este mundo.

A todas las madres que lean esto les digo: cuiden sus palabras, escuchen a sus hijos y no permitan que el orgullo o el miedo destruyan lo más valioso que tienen.

¿Será posible reconstruir lo roto después de tantos años? ¿O hay heridas familiares que nunca sanan del todo? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?