Si nos hubiéramos conocido antes…

—¿Todos esperan para el consultorio doce? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras apretaba la carpeta de mi expediente médico contra el pecho. Nadie respondió al principio. Solo una señora mayor levantó la vista y asintió con la cabeza. El resto, sumidos en sus pensamientos, parecían no escucharme.

Me senté en el único rincón libre, junto a la ventana. Afuera, el bullicio de la Ciudad de México seguía su curso, indiferente a la angustia que se respiraba en ese pasillo. Frente a mí, apoyado contra el marco de la ventana, estaba él: un hombre de unos cuarenta años, moreno, con ojeras profundas y una mirada que parecía cargar con siglos de tristeza.

—¿Primera vez aquí? —me preguntó sin mirarme directamente.

—Sí —respondí, intentando sonar tranquila—. ¿Y usted?

—Ya perdí la cuenta —dijo con una sonrisa amarga—. Uno se acostumbra a esperar malas noticias.

No supe qué contestar. El silencio volvió a caer entre nosotros, solo interrumpido por el zumbido lejano de una ambulancia. Saqué mi celular y fingí revisar mensajes, pero no podía dejar de observarlo de reojo. Había algo en su postura, en la forma en que apretaba los puños, que me resultaba familiar. Como si compartiéramos un secreto que aún no conocíamos.

El reloj marcaba las 10:47 cuando finalmente llamaron mi nombre: «Verónica Ramírez». Me levanté con las piernas temblorosas y entré al consultorio. El doctor, un hombre joven con acento de Monterrey, me saludó con una sonrisa forzada.

—Verónica, ¿cómo te has sentido desde la última vez?

—Es mi primera consulta —aclaré, sintiendo cómo el corazón me latía en la garganta.

El doctor revisó mi expediente y asintió.

—Perdón, tienes razón. Bueno, cuéntame qué te trae por aquí.

Le expliqué los síntomas: cansancio extremo, dolores en las articulaciones, fiebre intermitente. Me escuchó con atención y luego pidió una serie de análisis. Salí del consultorio con una sensación extraña: alivio por haber dado el primer paso y miedo por lo que pudiera venir.

Julián seguía allí cuando salí. Me miró y sonrió levemente.

—¿Todo bien?

—No lo sé —respondí sinceramente—. ¿Y tú?

—Hoy vengo por los resultados —dijo bajando la voz—. Siempre es peor esperar los resultados que los síntomas mismos.

Nos quedamos en silencio unos segundos. Luego, sin saber muy bien por qué, le pregunté:

—¿Quieres tomar un café mientras esperas?

Él dudó un instante y luego asintió. Bajamos juntos a la cafetería del hospital. El olor a pan dulce y café quemado era reconfortante en medio de tanta incertidumbre.

—Me llamo Julián —dijo mientras revolvía su café.

—Verónica —respondí.

Hablamos poco al principio. Él me contó que era contador y que llevaba meses luchando contra una enfermedad autoinmune que nadie lograba diagnosticar del todo. Yo le hablé de mi trabajo como maestra en una primaria pública y de mi hija Camila, que tenía apenas seis años.

—¿Y tu familia? —preguntó él.

Me encogí de hombros.

—Mi mamá vive en Puebla y mi papá… bueno, nunca estuvo muy presente. Camila es lo único que tengo realmente.

Él asintió con comprensión.

—Yo también tengo una hija —dijo en voz baja—. Se llama Mariana. Tiene quince años y vive con su mamá en Guadalajara.

Por un momento, sentí que nuestras historias se entrelazaban en ese pequeño rincón del hospital. Dos desconocidos compartiendo miedos y esperanzas bajo la luz fría de los fluorescentes.

Las semanas siguientes nos vimos varias veces en el hospital. A veces coincidíamos en la sala de espera; otras veces nos buscábamos a propósito para tomar un café o simplemente caminar por los pasillos hablando de cualquier cosa menos de nuestras enfermedades.

Una tarde lluviosa, mientras esperábamos nuestros turnos, Julián me tomó la mano por primera vez.

—¿Sabes? Si nos hubiéramos conocido antes… tal vez todo sería diferente —susurró.

Sentí un nudo en la garganta. Yo también lo había pensado muchas veces. Pero la vida no siempre da segundas oportunidades.

Un día recibí una llamada inesperada: mi mamá había sufrido un infarto y necesitaba que viajara urgentemente a Puebla. Llamé a Julián para despedirme antes de irme.

—No sé cuánto tiempo estaré fuera —le dije entre lágrimas.

—Te espero —respondió él sin dudarlo—. Aquí o donde sea.

Pasaron dos meses antes de que pudiera regresar a la ciudad. Cuando volví al hospital para mis análisis, busqué a Julián por todas partes pero nadie sabía nada de él. Pregunté en recepción, en la cafetería, incluso a algunos médicos. Nada.

Una mañana recibí un mensaje anónimo: «Julián está internado en el piso 4». Corrí hasta su habitación sin pensar en nada más.

Lo encontré pálido y más delgado, pero su sonrisa seguía intacta.

—Sabía que vendrías —me dijo apenas me vio entrar.

Me senté junto a su cama y le tomé la mano.

—No vuelvas a desaparecer así —le reproché suavemente.

Él rió débilmente.

—No fue mi intención… pero a veces el cuerpo decide por uno.

Pasamos horas hablando esa tarde. Me contó cosas que nunca antes había mencionado: su miedo a dejar sola a Mariana, su culpa por no haber sido un mejor esposo ni un mejor padre, sus sueños truncados por la enfermedad.

Yo le confesé mis propios miedos: criar sola a Camila, no poder pagar las cuentas si mi salud empeoraba, sentirme invisible para el mundo.

En ese cuarto de hospital entendí que el amor puede llegar tarde pero nunca es inútil. Que incluso en medio del dolor y la incertidumbre, dos almas pueden encontrarse y sostenerse mutuamente aunque sea por un instante fugaz.

Julián falleció tres semanas después. Fui al funeral acompañada solo por Camila y una tristeza infinita. Mariana me abrazó llorando y me agradeció por haber estado con su papá hasta el final.

Hoy vuelvo al hospital cada mes para mis chequeos. A veces me siento en la misma cafetería donde solíamos hablar y miro hacia la puerta esperando verlo entrar con su sonrisa cansada.

A veces me pregunto: ¿cuántas vidas se cruzan cada día en estos pasillos sin saber que podrían cambiarse para siempre? ¿Cuántos amores imposibles nacen justo cuando ya parece demasiado tarde?