Siempre Fuerte: La Historia de Mariana

—¿Otra vez llorando, Mariana?— La voz de Ernesto, mi esposo, retumbó en la cocina como un portazo. Yo estaba de espaldas, apretando el trapo de cocina con tanta fuerza que sentí que me cortaba la circulación. Las lágrimas me caían silenciosas, pero él siempre las notaba. —Por favor, Ernesto… sólo necesito que me escuches —susurré, casi rogando.

Él suspiró, se sirvió café y, sin mirarme, soltó: —Por favor, Mariana. Tú siempre te las arreglas. Eres la fuerte de la familia. ¿De verdad esto te va a superar?

Sentí que me desplomaba por dentro. ¿Eso era todo lo que veían en mí? ¿Una roca? ¿Un muro sin grietas? Desde niña, en mi casa en San Miguel de Tucumán, mi mamá repetía: “Marianita, vos sos la mayor, tenés que dar el ejemplo”. Cuando papá se fue con otra mujer y mamá se sumió en la tristeza, fui yo quien cuidó a mis hermanos. Fui yo quien aprendió a hacer guisos con lo poco que había y a inventar juegos para distraerlos del hambre.

A los 18 años me casé con Ernesto porque creí que él sería mi refugio. Pero pronto entendí que sólo cambié de responsabilidades: ahora tenía una casa propia que sostener, dos hijos que criar y una suegra que nunca me aceptó del todo. Trabajaba limpiando casas ajenas por las mañanas y vendía empanadas por las tardes. A veces, cuando llegaba la noche y todos dormían, me sentaba en el patio y miraba el cielo estrellado, preguntándome si algún día alguien cuidaría de mí.

Pero nunca lo dije en voz alta. Porque si algo aprendí en mi barrio es que las mujeres fuertes no se quejan. Las mujeres fuertes no lloran delante de los demás. Las mujeres fuertes aguantan.

Así pasaron los años. Mis hijos crecieron y se fueron a Buenos Aires a buscarse la vida. Mi hija menor, Lucía, me llamaba cada tanto para contarme sus problemas con su marido: —Mamá, no sé cómo hacés para aguantar tanto. Yo no puedo más —me decía entre sollozos. Y yo le respondía lo mismo que todos me decían a mí: —Vas a poder, hija. Siempre se puede.

Pero esa tarde en la cocina, después de escuchar a Ernesto minimizar mi dolor, algo dentro de mí se rompió. No era sólo el cansancio físico; era el peso de años siendo la columna vertebral de todos menos de mí misma.

Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al cuarto de mi nieta Sofía, que estaba de visita por las vacaciones de invierno. Dormía abrazada a su peluche favorito. Me senté a su lado y le acaricié el pelo. Pensé en lo injusto que era criar a las mujeres para ser invencibles mientras los hombres podían permitirse ser frágiles.

Al día siguiente, mientras preparaba mate para el desayuno, Lucía me llamó llorando: —Mamá, me separé de Juan. No sé qué hacer…

Por primera vez en mi vida no supe qué decirle. Sentí ganas de decirle: “Yo tampoco sé qué hacer”. Pero sólo atiné a escucharla en silencio.

Esa tarde fui al mercado y me encontré con Doña Rosa, una vecina del barrio desde hace años. Me miró y dijo: —Mariana, te ves cansada…

No pude evitarlo: rompí en llanto ahí mismo, entre las papas y las cebollas. Doña Rosa me abrazó fuerte y me susurró: —No tenés que ser fuerte todo el tiempo, querida…

Volví a casa sintiéndome más liviana pero también más vacía. Ernesto ni siquiera notó mis ojos hinchados. Me senté en la mesa del comedor y escribí una carta para mis hijos:

“Queridos hijos,

Hoy quiero confesarles algo: estoy cansada. Cansada de ser siempre la fuerte, la que resuelve todo, la que nunca pide ayuda. Sé que ustedes me ven como una roca, pero también soy humana. También necesito un abrazo, una palabra dulce o simplemente alguien que me escuche sin juzgarme.

No quiero que Sofía crezca pensando que llorar es debilidad o que pedir ayuda es un fracaso. Quiero que aprenda a ser valiente para enfrentar la vida, sí… pero también valiente para mostrar sus heridas.”

No sé si algún día les entregaré esa carta. Pero escribirla fue como abrir una ventana después de años encerrada.

Esa noche le hablé a Ernesto:
—Ernesto… ¿alguna vez pensaste en cómo me siento yo?

Me miró sorprendido, como si nunca se le hubiera ocurrido esa pregunta.
—¿Qué te pasa ahora?

—Me pasa que estoy cansada de ser siempre la fuerte —le dije con voz temblorosa—. Me pasa que quiero sentirme cuidada alguna vez.

No respondió enseguida. Se quedó callado largo rato y luego salió al patio sin decir nada.

Por primera vez no sentí culpa por mostrarme vulnerable.

Hoy escribo esto sentada en el mismo patio donde tantas veces busqué respuestas en las estrellas. No sé qué va a pasar mañana ni si Ernesto algún día entenderá lo que siento. Pero sí sé algo: no quiero seguir viviendo con la armadura puesta todo el tiempo.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron ese peso de tener que ser siempre los fuertes? ¿Quién cuida a los que cuidan?