Siempre joven: El precio de un rostro sin edad
—¿Por qué no puedes dejar de mirarte al espejo, Lucía? —la voz de mi madre retumbó en el pasillo, mientras yo, una vez más, repasaba mi reflejo con dedos temblorosos.
Tenía veintiocho años, pero mi rostro seguía atrapado en los diecisiete. Las vecinas en el barrio de San Telmo siempre decían lo mismo: “¡Ay, Lucía, qué suerte la tuya! Vas a ser joven para siempre”. Pero nadie sabía que cada cumplido era una daga. Nadie vio las noches en que me quedaba despierta, buscando arrugas, alguna señal de que el tiempo también me tocaba.
Mi hermana menor, Camila, me miraba con una mezcla de envidia y resentimiento. Ella, con sus curvas y su sonrisa amplia, siempre fue la favorita de mi papá. Yo, en cambio, era la “eterna adolescente”, la que nunca crecía, la que no podía ser tomada en serio. “¿Cuándo vas a madurar, Lucía?”, me preguntaba él, sin entender que mi apariencia no era una elección.
El problema se agravó cuando conocí a Martín. Nos encontramos en una fiesta de cumpleaños, y él, fascinado, me preguntó si era la hermana menor de Camila. Me reí, pero por dentro sentí el mismo vacío de siempre. Salimos juntos durante meses, pero cada vez que me presentaba a sus amigos, hacía bromas sobre mi “pacto con el diablo” o mi “fórmula secreta”. Al principio, me reía con ellos, pero después empecé a evitar las reuniones. Me sentía como una anomalía, una muñeca de porcelana que todos admiraban pero nadie quería conocer de verdad.
Una tarde, mientras tomábamos mate en la terraza, Martín me dijo:
—¿No te gustaría aprovechar más tu juventud? Podrías modelar, o hacerte influencer. ¡Tenés un don!
Sentí cómo la rabia me subía por la garganta. ¿Un don? ¿Ser prisionera de una imagen era un don? Le grité, le dije que no entendía nada, que estaba cansada de ser solo una cara bonita. Él se fue esa noche y no volvió más.
Mi madre intentó consolarme, pero sus palabras solo me hundían más:
—Hija, deberías estar agradecida. Hay mujeres que darían lo que fuera por verse como vos.
Pero yo no quería ser el sueño de nadie. Quería ser yo, con mis inseguridades, mis años, mis historias. Quería que el espejo me devolviera algo más que una piel tersa y unos ojos grandes. Quería ver a Lucía, la mujer, no la niña eterna.
El punto de quiebre llegó el día del cumpleaños de mi abuela. Toda la familia reunida, risas, música de cumbia sonando en la radio. Mi tía Rosa, con su voz chillona, me abrazó fuerte y dijo:
—¡Ay, Lucía! ¡Sos igualita a cuando tenías quince! ¿Qué hacés para mantenerte así?
Todos se rieron. Yo también, pero sentí las lágrimas quemándome por dentro. Salí al patio, me senté bajo el limonero y lloré como no lo hacía desde que era niña. Camila me encontró y, por primera vez en años, se sentó a mi lado en silencio.
—¿Sabés? —me dijo— Siempre pensé que tenías suerte. Pero ahora veo que no es tan fácil como parece.
La miré, sorprendida. Ella también tenía sus batallas: la presión de ser la exitosa, la que nunca podía fallar. Nos abrazamos y, por un momento, sentí que no estaba sola.
Pero la paz duró poco. Al día siguiente, mi madre me llevó a escondidas a una clínica de estética. “Solo para informarnos”, dijo. El doctor, un hombre de acento colombiano, me miró como si fuera un experimento raro.
—No necesita nada, señora. Su hija está perfecta —dijo, pero mi madre insistía en preguntar por tratamientos preventivos, cremas, inyecciones.
Salí de ahí sintiéndome menos humana que nunca. ¿Por qué todos querían que me mantuviera igual? ¿Por qué nadie aceptaba que yo quería cambiar, crecer, envejecer?
Empecé a evitar los espejos. Tapé el grande del baño con una toalla. Dejé de maquillarme. Mis amigas del trabajo me preguntaban si estaba enferma. “No, solo estoy cansada”, respondía. Pero la verdad era otra: estaba cansada de no ser suficiente, de no ser creíble, de no ser yo.
Una noche, después de una pelea con mi madre —ella llorando porque “no valoraba mi belleza”—, me encerré en mi cuarto y escribí una carta. No era para nadie en particular, solo necesitaba sacar todo lo que tenía adentro:
“Quiero envejecer. Quiero arrugas, cicatrices, historias en mi piel. Quiero que me vean como una mujer, no como una niña eterna. Quiero que mi familia me escuche, que mis amigos me entiendan. Quiero dejar de ser un adorno y empezar a ser Lucía.”
Guardé la carta en mi cajón y, por primera vez en mucho tiempo, dormí tranquila.
Hoy, meses después, sigo luchando con el espejo. Hay días en que me gana, en que vuelvo a buscar señales de cambio. Pero también hay días en que me reconcilio con mi reflejo, en que entiendo que mi valor no está en mi piel, sino en mi historia.
A veces me pregunto: ¿cuántas de nosotras vivimos atrapadas en una imagen que no elegimos? ¿Cuántas veces el elogio se convierte en condena? ¿Y cuándo aprenderemos a mirarnos con otros ojos, a vernos de verdad?