Silencio en la vecindad: Cuando tu vecino se convierte en tu enemigo
—¡Lucas! ¡Lucas, ven aquí!—grité con la voz quebrada, mientras corría descalza por el patio. El ladrido de mi perro se había apagado de repente, y un silencio espeso llenó el aire. Allí, bajo el limonero, lo encontré temblando, junto a un pedazo de carne que no le había dado yo. Me arrodillé, sintiendo cómo el corazón me martillaba el pecho. El olor era extraño, químico, y junto a la carne, un papel arrugado: “Esto es solo el comienzo. Cuida lo que amas.”
Me quedé helada. El sudor frío me recorría la espalda mientras abrazaba a Lucas, que apenas podía levantar la cabeza. Corrí al teléfono y llamé a mi hermana, Juliana.
—¿Qué pasó, Mariana?—su voz sonaba preocupada.
—Alguien intentó envenenar a Lucas. Dejaron una nota…—mi voz se quebró.
—¿Una nota? ¿Qué dice?
—Que esto es solo el comienzo. Juliana, tengo miedo. ¿Quién haría algo así?
El veterinario llegó rápido, y mientras atendía a Lucas, mi mente no dejaba de repasar las caras de mis vecinos. Don Ernesto, siempre tan amable, ¿podría ser él? ¿O tal vez Camila, la señora del apartamento de al lado, que se quejaba de los ladridos? ¿Y si fue Andrés, el muchacho que siempre mira de reojo?
Esa noche no dormí. Cada ruido en el pasillo me hacía saltar. Mi mamá, que vive conmigo desde que papá murió, intentaba tranquilizarme, pero yo sentía que el peligro estaba en cada sombra.
Al día siguiente, la noticia corrió por el edificio. Algunos vecinos vinieron a preguntar, otros solo miraban desde lejos. Camila se acercó con una expresión de falsa preocupación.
—Ay, Mariana, qué horror lo de tu perrito. Pero, bueno, a veces los animales molestan mucho, ¿no?
Sentí la sangre hervir. ¿Era una amenaza disfrazada de consuelo? No supe qué responder.
Esa semana, la tensión creció. Alguien rayó la puerta de mi apartamento con la palabra “CUIDADO”. Mi mamá empezó a llorar en silencio por las noches. Lucas apenas comía. Yo me sentía atrapada, como si el edificio entero se hubiera convertido en una trampa.
Intenté hablar con don Ernesto.
—Don Ernesto, ¿ha visto algo raro últimamente?
—No, hija, pero en este barrio ya nada sorprende. La gente está muy rara desde que llegó esa nueva administración. Mejor cuídate.
¿Nueva administración? Recordé que hace poco cambiaron al portero. Un hombre callado, de mirada dura. ¿Y si era él?
Juliana insistía en que denunciara, pero la policía solo tomó nota y me dijo que “seguramente era una broma pesada”. ¿Una broma? ¿Envenenar a un animal y amenazar a una familia era una broma?
Una noche, mientras intentaba dormir, escuché pasos en el pasillo. Me asomé por la mirilla y vi a Camila hablando en voz baja con el portero. No pude oír lo que decían, pero sus miradas eran cómplices. El miedo se mezcló con rabia. ¿Por qué nadie hacía nada? ¿Por qué tenía que vivir con miedo en mi propia casa?
Decidí instalar una cámara en la puerta. Al día siguiente, revisé las grabaciones y vi a alguien dejando otro papel bajo mi puerta. Era Andrés. El corazón me dio un vuelco. ¿Por qué él?
Lo enfrenté en el ascensor.
—¿Por qué me haces esto?—le pregunté, con la voz temblorosa.
Él me miró, sorprendido.
—¿De qué hablas?
—Te vi dejando un papel en mi puerta.
Andrés bajó la mirada.
—Solo quería advertirte. Escuché a Camila y al portero hablando de ti. Dicen que tu perro molesta y que si no haces algo, lo harán ellos.
Sentí un alivio amargo. Andrés no era el enemigo, sino el único que se atrevía a advertirme. Pero, ¿qué podía hacer yo? ¿Mudarnos? ¿Vivir siempre con miedo?
Esa noche, reuní a los vecinos. Les conté todo, mostré las grabaciones. Algunos se solidarizaron, otros se encogieron de hombros. Camila negó todo, el portero se defendió diciendo que solo cumplía órdenes.
Pero algo cambió. El silencio se rompió. Los vecinos empezaron a hablar entre sí, a compartir sus propios miedos y sospechas. Descubrimos que no era la única amenazada: a don Ernesto le habían robado el carro, a Juliana la habían seguido hasta el trabajo.
La administración tuvo que intervenir. Camila fue advertida, el portero reemplazado. Lucas se recuperó, aunque nunca volvió a ser el mismo. Yo tampoco. Aprendí que el verdadero peligro no siempre viene de fuera, sino de quienes dejamos entrar en nuestra vida.
Hoy, cuando paseo a Lucas por el parque, aún siento miradas sobre mí. Pero ya no tengo miedo. Porque entendí que el silencio solo protege a los culpables, y que la solidaridad es nuestra mejor defensa.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que el miedo nos calle? ¿Cuántas veces más tendremos que elegir entre la tranquilidad y la dignidad? Los leo…